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En el cementerio de Santa Paula, cerca de Garibaldi y hoy devorado por la urbe, se inhumaron víctimas de viruela y cólera en siglos pasados.
YANIRETH GONZÁLEZ / AGENCIA REFORMA
CIUDAD DE MÉXICO.- Exhumaciones en el extinto panteón de Santa Paula, primer cementerio general capitalino, en los terrenos de la hoy Colonia Guerrero, testimonian el calibre de las epidemias que asediaron a la Ciudad de México en los siglos 18 y 19.
El cólera fue la enfermedad más representativa entre las osamentas recuperadas por el INAH en diversos rescates arqueológicos en la zona, revela la investigadora Cristina Cuevas, quien entre 2014 y 2016 exploró no sólo los predios de este camposanto, sino también los que albergaron su par de San Andrés, perteneciente al hospital del mismo nombre, último nosocomio fundado en la Nueva España.
Esta institución médica se ubicaba en la calle de Tacuba, en el actual Centro Histórico; tenía el carácter de hospital general y era gratuito “para aquellos a quienes su indigencia no les permitía pagar los servicios”, y de pago para quienes sí pudieran sufragarlo, documentó la historiadora Josefina Muriel.
Las epidemias de la época, sobre todo la viruela de 1779, que dejó 44 mil 286 personas fallecidas, y sus rebrotes en años posteriores, reclamaron la apertura de camposantos como el de San Andrés, antecedente del cementerio de Santa Paula, abierto en 1784, explica Cuevas, arqueóloga adscrita a la Dirección de Salvamento del INAH.
Además de viruela y cólera, las exploraciones y estudios arqueológicos y de antropología física identificaron muertes por influenza, tifoidea y sarampión en los restos correspondientes a 2 mil 403 individuos, distribuidos en 946 entierros.
Envueltos en mantas, en petates o en ataudes, según su condición social, los fallecidos orientaban su cabeza hacia la capilla dedicada a San Ignacio de Loyola, sus brazos en los costados o sobre el pecho, en señal de oración, y provistos de crucifijos y rosarios que perduraron, detalla Cuevas.
“(Pero) lo que más se encuentra, y a veces in situ, sobre el cuerpo de los muertos, son botones, infinidad de ellos, y también a través de estos podemos saber el estatus de las personas, porque los había de vidrio, metal o barro. También encontramos broches, anillos, collares, pulseras y restos de textiles, pero principalmente botones”.
Los sepulcros infantiles, ostentosos o no, se distinguían por las camas de flores o de follaje que albergaban al difunto, arropado por un manto, y en cuya cabeza se colocaba una corona. Hallaron 150 entierros de niños, puntualiza la arqueóloga.
“La gente estaba acostumbrada a depositar a sus muertos en el atrio de las iglesias, pero la necesidad de espacio para enterrar a quienes morían por epidemia -ya no cabían- abrió estos lugares, donde también sepultaban a las personas cuyos cuerpos no fueron reclamados, pues la autoridad requería un espacio para ellos, y así surgió Santa Paula”, cuenta.
“Cuando las enfermedades cedieron, llegó un momento de esplendor para el panteón, que era el principal, y además había gente muy importante enterrada allí, porque el cementerio tenía diferentes precios, y se convirtió en sitio de paseo y de culto, según los relatos, especialmente de la marquesa Calderón de la Barca, que lo describía como un lugar lleno de flores, hermoso, disfrutable”.
Santa Paula fue declarado Cementerio General de la Ciudad de México en 1836, clausurado en 1871 y cerrado definitivamente en 1878.
Al momento de la clausura, los restos de las personas con más recursos fueron trasladados al panteón de Dolores o al de San Fernando, mientras los no reclamados permanecieron allí cuando la zona se urbanizó y, una vez recuperados, permitieron a los especialistas estudiarlos para descubrir, entre otros datos, la desnutrición que padecieron y los hizo vulnerables frente a las epidemias.
“La gran mayoría de los individuos que recuperamos tenía desnutrición. Fue ésta una de las principales causas para que no resistieran la enfermedad. La gente que aquí se depositó era pobre, generalmente los que llamaban ‘léperos’ o ‘vagos’, gente de la calle probablemente; también eran los que se atendían en el hospital de San Andrés”.
Los trabajos que Cuevas emprendió en colaboración con su colega María de la Luz Escobedo revelaron un uso intensivo de fosas para depositar los cadáveres de fallecidos por cólera, la mayoría pertenecientes a varones de entre los 25 y 45 años. En una podían hallarse hasta 118 cuerpos.
En las fosas comunes relativas a las epidemias de cólera de 1833 y 1850 se identificaron hasta siete niveles o siete capas de entierros, uno sobre otro.
“Por las referencias históricas, sabemos que durante las noches tiraban los cuerpos que no habían sido identificados, ya sea porque la gente que murió era de muy bajos recursos o tal vez porque sus mismos familiares fallecieron por las mismas razones. Los relatos dicen que por las noches hacían sonar una campana indicando el momento en que los tirarían.
“Algunas veces notamos que estos tenían algún acomodo, estaban uno junto al otro, pegaditos. Los cubrían con cal y con carbón -si bien les iba-, y a veces los acomodaban en unas tablas, es decir, que les ponían maderas y tierra encima para esperar la segunda llegada de cadáveres”, evoca Cuevas.
“Otras veces ni siquiera eso: vemos que los cuerpos están siendo aventados nada más, porque era tal el número de restos que llegaban, que no había ni (oportunidad) de acomodarlos”.
Los análisis de los restos, que permanecen resguardados por el INAH, no sólo corroboran los relatos de las fuentes históricas, dice Cuevas, sino también muestran cómo las epidemias han acompañado el devenir del País, y ejemplo de ello es el presente.
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