Tiene razón la OMS, en México nadie se toma en serio al virus Covid-19: ni Andrés Manuel ni López-Gatell ni los ricos ni los pobres.
FERNANDO MARTÍ / CRONISTA DE LA CIUDAD
CANCÚN, Q. ROO.- CUARENTEMAS / Pese a que ya arrancó diciembre tengo la impresión de que no se percibe en el ambiente ni se palpa entre la gente algo parecido al espíritu navideño. En años anteriores para estas fechas ya teníamos una apretada agenda de festejos, el ritmo de trabajo se acercaba a la parálisis y muchos cancunenses hacían planes de viaje, ya para salir, ya para recibir a la parentela.
Si bien el comercio organizado anunció algunas ofertas y adornó con foquitos de colores unos pocos anaqueles, el entusiasmo por las festividades se antoja tibio. Un par de grandes almacenes decidieron no vender arbolitos de Navidad ni series de luces ni las tradicionales esferas, y el surtido de pavos y de bacalaos se vio bastante disminuido. En la misma línea, muchas empresas cancelaron su festejo de fin de año, tal vez como prevención del repunte de Covid, tal vez como consecuencia de lo maltrechas que se encuentran sus finanzas al cierre del año.
Ese desánimo debe atribuirse sin regateos a la pandemia, pues es la causa de la frustración, del hastío y de la ruinosa situación financiera en que se encuentran demasiadas familias. Éste último tema pone de malas a cualquiera. A lo largo del año, muy pocos cancunenses gozaron de un salario estable. Además, no van a recibir completo el aguinaldo, y con seguridad ese ingreso adicional se destinará a tapar los huecos que abrió la crisis, y no a los tradicionales festejos decembrinos. Este año, la bolsa de regalos de Santa Claus estará un tanto escuálida.
Tan triste situación se sustenta con datos duros y no deja lugar al optimismo. De acuerdo con un estudio de Coneval, publicado hace unos días, Quintana Roo es el estado del país con mayor precariedad laboral, situación en la que se encuentran el 48 por ciento de los empleos formales. Eso significa, de acuerdo con un estudio publicado por los investigadores Antonio Palafox-Muñoz y Felipe Rubí, que somos líderes nacionales en contrataciones eventuales (sin derecho a liquidación), en horas extras no pagadas, en salarios que dependen de las propinas (que este año hubo muy pocas), y en esquemas de subcontratación (que permiten los despidos instantáneos). Aunque toda la industria recurre a esas prácticas, durante años se ha sabido que son las empresas extranjeras, y en forma destacada las cadenas hoteleras españolas, las que mayor brío muestran en despojar a los trabajadores de sus derechos, como lo son también las que pagan menos impuesto sobre la renta, ya que son expertas en dejar las utilidades en el punto de destino (hay corporativos hoteleros que han declarado cero utilidades a lo largo de la última década, o cero beneficio como ellos dicen, con ocupaciones anuales cercanas al 90 por ciento). Vamos a ver si la 4T, que actualmente discute la reglamentación del outsourcing, puede meter algún freno en esta suerte de abuso tolerado.
Por si algún nubarrón faltara en esta tormenta, el director de la OMS, el etíope Tedros Adhanom, le pidió a México “tomarse en serio la pandemia”, pues según sus cuentas están aumentando tanto los contagios como los fallecimientos por Covid. El brujo oficial, Hugo López-Gatell, esquivó el bulto como los buenos toreros, afirmando que el mensaje no era para él, ni para su jefe Andrés Manuel, sino para el pueblo sabio, que por alguna razón ignota le vienen guangas las advertencias y actúa como si el bicho no existiera, y peor aún, como si no matara.
En realidad, el saco les viene a ambos. Andrés Manuel lleva meses poniendo el mal ejemplo, necio en no ponerse el cubrebocas, rejego en mantener la sana distancia, confundiendo al respetable con una perorata caótica y desordenada que empezó al afirmar que el problema era menor, continuó con que lo peor ya había pasado, y ahora dice que ya salimos del agujero, cuando las cifras revelan que estamos en el fondo.
Pero Gatell tiene su tajada de razón: la gente no hace caso. Tendemos a culpar del rebrote de Covid a los pobres, que por simple ignorancia o por desdén traen el cubrebocas de mascada, saludan de mano, se amontonan en los tianguis, aseguran que el bicho no existe. Sin embargo, los ricos no cantan mal las rancheras. La semana pasada, un amigo me contaba que fue invitado a cenar en un restaurante de moda, carísimo y elegante, con nombre exótico y vista a la laguna. Se prometió a sí mismo no quitarse el tapabocas, pero su resolución fue inútil: todo el mundo andaba sonriente y confiado, con el rostro expuesto. En el antro, atiborrado hasta el tope, con la música a todo volumen, los únicos con careta eran los meseros. Había que gritar para ordenar un trago, lo cual supone que si entre los asistentes había un caso positivo de Covid-19, millones de bichitos se esparcieron libremente por la atmósfera del antro, auxiliados en su tránsito por las ráfagas de aire acondicionado.
Eso sí: el final de fiesta tuvo lugar en la terraza, donde dos centenares de alegres parroquianos terminaron cantando Sweet Caroline a todo pulmón, haciendo de coro a la pegajosa melodía de Neil Diamond.
No hay remedio. Todos nos estamos cuidando a medias (vemos más amigos y familiares, tenemos más citas de trabajo, salimos más de casa), y muchos no se cuidan nada: hacen vida normal y lo pregonan. Seguro que va a estar raro el año que entra, o al menos lo que resta del invierno, que se antoja como una loca carrera entre la ciencia (que logró producir la vacuna en tiempo récord) y la displicencia (por no decir el valemadrismo), teniendo como escenario este país donde la vida no vale nada.
La vida sigue
Todo lo anterior viene a cuento porque Cancún y compañía (Riviera Maya, Tulum, Holbox, Cozumel, Isla Mujeres), están listos para recibir la temporada turística más anhelada de las últimas décadas. Aunque nadie se anima a dar cifras en público, en corto se maneja que la ocupación podría superar el 70 por ciento (en algunos hoteles, que confiaron en que el semáforo migraría a color verde, las reservaciones están a tope, al cien por ciento), lo que significa que la cifra bruta a nivel estatal va a romper la cota del millón de visitantes.
Estas son excelentes noticias para la industria y para la gente, porque mal que bien representan un respiro en un año lleno de tribulaciones. Además, serán una prueba de fuego para el blindaje sanitario que estableció el gobierno del estado contra el Covid, que si bien no ha sido efectivo en convencer a los turistas para que respeten las medidas sanitarias (uso de cubrebocas y sana distancia, mismas que se pasan por el arco del triunfo), sí lo ha sido al establecer controles en los centros de hospedaje, que suelen estar más desinfectados y sanitizados que los propios hospitales.
Tanto así que los voceros de la industria afirman que no se ha reportado un solo contagio de Covid entre turistas desde la reapertura, a mediados de junio. Esa es una aseveración temeraria e imposible de demostrar, pues los turistas suelen permanecer pocos días en el destino, por lo general menos que el periodo de incubación del Covid, que es de cinco a diez días. En caso de contagio de Covid, es muy probable que los primeros síntomas se presenten cuando el turista esté de vuelta en casa, y será muy difícil establecer si contrajo la enfermedad en el hotel, en el aeropuerto, en el avión, en un parque temático, en un tour a las ruinas o cantando Sweet Caroline en la terraza de un restaurante.
De cualquier manera, como las medidas sanitarias van a seguir vigentes por varios meses (y tal vez más), una tarea pendiente de las autoridades turísticas es buscar la homologación con otros destinos (en nuestro caso, por lo menos con Yucatán), porque el panorama actual es caótico. México pertenece a la Organización Mundial de la Salud y está obligado a adoptar las precauciones que prescriba esa instancia, pero la OMS ha dejado que cada país resuelva qué medidas adopta: confinamientos, horarios de circulación, leyes secas, horarios limitados al comercio, uso del cubrebocas, sana distancia.
En el caso de México, la responsabilidad de normar recayó en el Consejo de Salubridad General, un organismo que depende directamente del presidente y que en uso de sus atribuciones, muy al estilo del actual desorden, resolvió que cada entidad federativa ponga sus propias reglas. El resultado es una torre de Babel, donde nadie entiende nada, pues un estado puede decretar obligatorio el uso de la máscara, e incluso multar a quienes no lo porten (Yucatán), mientras el estado vecino lo dictamina voluntario (Quintana Roo).
Si eso es complejo de entender para los residentes, para los turistas es misión imposible. El mismo dilema enfrentan en los aeropuertos (cada país, a veces cada ciudad pone sus reglas), en las aerolíneas (que no se toman la molestia de informar de las reglas locales), y en los destinos turísticos, que suelen legislar para los habitantes permanentes, sin considerar a la población flotante.
Como destino turístico, Quintana Roo ha hecho un gran trabajo en el diseño de protocolos anti Covid, sobre todo en lo que se refiere a hoteles y comercios (en el papel, también en restaurantes, pero ahí son letra muerta). Otros estados turísticos han copiado el modelo, pero aún está muy lejos un acuerdo nacional que agrupe los principales destinos. Viajar, por lo pronto, seguirán siendo una actividad llena de incógnitas.
Recuento de daños
No le han ido bien las cosas últimamente a Míster Trump. Primero, su abogado de cabecera, el cavernoso Rudy Giuliani, le pidió a la Corte de tres estados detener el conteo de los votos (Pensilvania, Wisconsin y Michigan). Uno a uno le dieron palo, aunque la estrategia estaba bien pensada, pues perdió dos de los tres por un pelito: Wisconsin por 0.7% (20 mil votos), y Pensilvania por 1.2% (71 mil).
Haciendo cuentas ya había perdido, pero porfiado como es, aún le quedaban dos ases bajo la manga: Georgia y Arizona, ambos con gobernador republicano (trumpistas de hueso colorado), y legislatura republicana. Pero le dieron palo otra vez: en Arizona por 12 mil votos (tres décimas de punto), y en Georgia por 13 mil (dos décimas de punto), un estado que nunca había perdido el candidato republicano.
La Corte también recibió una solicitud del truculento picapleitos para anular 670 mil votos que, según Trump, se contaron sin presencia de los observadores de su partido. Palo otra vez, por falta de evidencias.
Y tampoco le fue bien con su propio procurador general, William Barr (quien se suponía era trumpista hasta la médula, pues fue el primero en insinuar que hubo fraude), quien le dio la vuelta a la tortilla y aseguró que las irregularidades no eran suficientes para cambiar el resultado de la elección. Palo again, de los que duelen.
Pese a la paliza, Giuliani sigue adelante con el pleito, lo mismo contra los votos por correo que por 200 papeletas encontradas en un bote de basura, en un estado donde se emitieron 3 millones y medio de sufragios (Arizona). Tiene sus razones para hacerlo, pues el marido de Melania le paga 20 mil dólares diarios por sus servicios, más costas y gastos, de modo que cuando termine el proceso, el 20 de enero, gane o pierda Trump, el abogado se habrá echado a la bolsa un millón y medio de billetes verdes.
El Colegio Electoral se reunirá el próximo lunes, 14 de diciembre, y nadie duda que los delegaos ratificarán a Joe Biden como ganador de las elecciones. Pero el licenciado Rudy todavía tiene enfrente un desafío colosal: elaborar el documento legal por medio del cual Donald Trump se perdonará a sí mismo. La ley al respecto es muy clara: el presidente tiene plenos poderes para perdonar a cualquiera, de cualquier delito, en cualquier momento, y los presidentes anteriores lo han usado de manera extensa y generosa, librando de la cárcel a los pillos que les ayudaron a llegar al poder (o a mantenerse en él).
Eso no debe asustar a nadie: los presidentes tienen que violar la ley y necesitan quién los ayude. Claro que ninguno se había atrevido a plantear su propio perdón, pues sería tanto como admitir su culpa. En la época de Richard Nixon, un bribón con tantas mañas que le decían Tricky Dicky (tramposo Ricardito), se planteó la posibilidad de un auto-perdón por el caso Watergate, pero el departamento de Justicia lo desechó, alegando que eso pondría al presidente por encima de la ley.
Sin embargo, el papá de Ivanka no alberga dudas. En uno de sus famosos “tweets” escribió: “Como lo han certificado numerosos expertos, tengo el poder absoluto de PERDONARME a mí mismo”.
No es por nada, pero los periodistas lo vamos a extrañar.
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