Por KUKULKÁN
SI ALGO caracteriza a Donald Trump es su inquebrantable capacidad para tropezar con la misma piedra y, de paso, arrastrar a todo un país en su caída. Durante su primer mandato, el magnate devenido en presidente decidió embarcarse en una guerra comercial contra China, imponiendo aranceles que, lejos de fortalecer la economía estadounidense, la debilitaron notablemente. Ahora, en su segundo periodo y en un alarde de obstinación, se dispone a repetir la hazaña, esta vez apuntando sus dardos hacia Canadá, México y, sorprendentemente, Dinamarca.
LA PRIMERA cruzada arancelaria de Trump contra China fue un ejemplo magistral de cómo dispararse en el pie y luego quejarse del dolor. Los aranceles impuestos elevaron los costos para los consumidores y empresas estadounidenses, afectando sectores clave como la agricultura y la manufactura. Los agricultores, en particular, vieron cómo sus exportaciones se desplomaban debido a las represalias chinas, mientras que las empresas manufactureras lidiaban con cadenas de suministro interrumpidas y costos crecientes. En resumen, una estrategia que pretendía fortalecer la economía nacional terminó por asestarle un golpe bajo.

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PERO, como buen reincidente, Trump no ha aprendido la lección. A partir del 20 de enero, en su segundo periodo presidencial, planea imponer aranceles del 25% a las importaciones provenientes de Canadá y México, y un 10% adicional a las de Dinamarca. La lógica detrás de esta decisión es tan turbia como un pantano en plena tormenta. Según sus propias declaraciones, estas medidas buscan presionar a estos países para que detengan la inmigración ilegal y el tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Porque, claro, nada dice “cooperación internacional” como una buena dosis de sanciones económicas.
LA GOBERNADORA de Michigan, Gretchen Whitmer, ya ha alzado la voz advirtiendo que estos aranceles podrían ser desastrosos para la industria automotriz estadounidense. Las cadenas de suministro en este sector están profundamente integradas con Canadá y México, y cualquier interrupción podría ralentizar la producción, aumentar los costos y, en última instancia, perjudicar a los consumidores estadounidenses. Pero, al parecer, en la mente de Trump, el proteccionismo económico justifica cualquier daño colateral, incluso si ese daño se inflige directamente a su propia economía.
Y LUEGO está Dinamarca, un país que difícilmente encaja en la narrativa trumpiana de amenazas a la seguridad nacional. La inclusión de este país en la lista de naciones sancionadas es tan desconcertante como innecesaria. Quizás se trate de una vendetta personal por la negativa danesa a vender Groenlandia, o tal vez simplemente sea una muestra más de la política exterior errática y caprichosa que ha caracterizado a la administración Trump.
LO MÁS IRÓNICO de todo es que estas medidas, lejos de fortalecer la economía estadounidense, probablemente la debiliten aún más. Los aranceles suelen traducirse en precios más altos para los consumidores, menor competitividad para las empresas y tensiones diplomáticas con aliados clave. En lugar de construir puentes, Trump parece empeñado en levantar muros, tanto físicos como económicos, aislando a Estados Unidos en un mundo cada vez más interconectado.
EN DEFINITIVA, la estrategia arancelaria de Trump es un claro ejemplo de cómo la obstinación y la falta de visión pueden conducir a políticas contraproducentes. Al insistir en medidas que ya han demostrado ser perjudiciales, el presidente no sólo arriesga la estabilidad económica de Estados Unidos, sino también sus relaciones con países vecinos y aliados históricos. Es, en resumen, el arte de dispararse en el pie elevado a la categoría de política de Estado.
