Por KUKULKÁN
EL APETITO imperial, esa insaciable voracidad que ha movido a líderes de todas las épocas a conquistar, saquear y someter en nombre de la civilización, la religión, la seguridad o, más recientemente, la “libertad”. Desde los tiempos de Calígula, aquel excéntrico romano que decidió que su caballo sería un mejor cónsul que un humano, hasta los modernos presidentes que prefieren llamar “seguridad compartida” a lo que huele más a intervención encubierta, el patrón es siempre el mismo: los ricos viven de los pobres y luego les venden la narrativa de que fue por su bien.
EL CASO del Imperio Romano es icónico, con Calígula gastando fortunas en espectáculos absurdos mientras las provincias saqueadas sostenían el peso del imperio. Y si los romanos se llevaban el oro y las cosechas, los españoles de Felipe II elevaron el saqueo a un arte. Con su “gloriosa” Inquisición quemando herejes y sus barcos cargados de riquezas del Nuevo Mundo, construyeron catedrales mientras dejaban tierras americanas devastadas y pueblos indígenas reducidos a esclavos. Claro, todo en nombre de Dios, porque nada dice “amor cristiano” como arrasar culturas enteras para imponer una fe que predica la humildad.

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PERO, ¿quién necesita religión cuando tienes ideología? Adolf Hitler llevó el saqueo y la opresión al extremo más oscuro, dejando un legado de muerte y destrucción que redefinió la barbarie en el siglo XX. El supuesto “Reich de mil años” no duró ni 15, pero su ambición de controlar Europa (y exterminar a quienes no cabían en su retorcida visión) dejó claro que el apetito imperial no tiene límites. Sus tropas arrasaban recursos y riquezas de los países invadidos mientras propagaban el terror en nombre de una falsa grandeza.
CONTINUEMOS con el siglo XXI, donde las coronas se cambiaron por urnas y los tanques se disfrazaron de tratados comerciales. George W. Bush, con su guerra contra el terrorismo, invadió Irak bajo el pretexto de las “armas de destrucción masiva”, que nunca existieron. ¿El botín? Petróleo, claro, el oro negro que mantiene caliente la maquinaria imperial moderna. Eso sí, lo hizo con tal convicción que dejó la región hecha un caos y, de paso, consolidó la imagen de Estados Unidos como el sheriff del mundo: autoritario, pero siempre listo para “proteger”.
LLEGAMOS al protagonista de esta era: Donald Trump, el magnate que decidió que el mundo debía ser su tablero de ajedrez personal. En lugar de esconder sus intenciones bajo la máscara de la diplomacia, Trump optó por el estilo directo. Amenazas a México, aranceles a diestra y siniestra, y hasta la brillante idea de renombrar el Golfo de México como el “Golfo de América”. Porque, claro, si algo no te pertenece, simplemente cámbiale el nombre y listo, problema resuelto.
EL GOLFO de México, una de las regiones más estratégicas en términos de petróleo y gas, es un claro ejemplo de lo que siempre han buscado los imperios: recursos. Con una capacidad de producción que rivaliza con las principales regiones petroleras del mundo, este golfo representa no sólo riqueza, sino poder. Las plataformas perforando sin descanso, el crudo fluye hacia los mercados globales y los grandes consorcios internacionales llenan sus arcas. Mientras tanto, los líderes como Trump sonríen para las cámaras, asegurando que todo es por el bien común, cuando la realidad es que los beneficios se concentran en las mismas manos de siempre.
LA HISTORIA del imperialismo no es una colección de eventos aislados, es una constante repetición del mismo guion. Cambian los nombres, los pretextos y las herramientas, pero el objetivo siempre es el mismo: enriquecerse a expensas de otros. Y si alguien protesta, bueno, siempre se puede decir que lo hacen por su bien, ¿verdad? Porque, al final, el imperialismo no sólo es insaciable, también es cínico. Y con líderes como Trump, queda claro que esta vieja maquinaria sigue funcionando a la perfección.
