Por KUKULKÁN
EN LAS PROFUNDIDADES de Quintana Roo, tierra de ensueños turísticos y paraísos perdidos, se esconde una realidad que supera cualquier ficción de terror: una saga de poder, corrupción y decadencia. Este es el cuento de tres reyes de una isla no tan distante, cuyas coronas, forjadas en las sombras de Cozumel, han tejido una historia no de honor, sino de avaricia y desmesura. Félix González Canto, Roberto Borge Angulo y Carlos Joaquín González, los tres mosqueteros de la desgracia, no como protectores del reino, sino como heraldos de su caída.
Y ES QUE EL PODER, esa dulce y venenosa ambrosía, no sólo corrompe; embriaga. Sumidos en su éxtasis, estos líderes olvidaron la efímera naturaleza de su reinado, un desfile de gloria destinado a disolverse como el azúcar en el agua. Pero, ¿qué sucede en las sinapsis y corredores cerebrales de aquellos embriagados por el poder? La ciencia nos dice que es una tormenta perfecta: un cóctel de dopamina y oxitocina inundando sus circuitos, una adicción más fuerte que cualquier narcótico conocido, impulsando una sed insaciable por más, siempre más.
SIN EMBARGO, como toda droga, el poder tiene su resaca. El cerebro, acostumbrado a sus dosis regulares de autoridad y dominio, se encuentra en un vacío una vez que la corona cae. La depresión, la ansiedad, la pérdida del sentido de realidad, no son más que el precio a pagar por aquellos que creyeron ser dioses entre mortales. Un precio que no sólo pagan ellos, sino todo un estado que ve su futuro hipotecado, sus recursos saqueados y sus esperanzas ahogadas bajo olas de corrupción.
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NO OBSTANTE, el influjo de estos sátrapas no se ha disipado con el paso del tiempo; se ha metamorfoseado, tejido en las fibras mismas de Cozumel y Solidaridad. La sombra de los González y los Joaquín aún se cierne sobre estas tierras, un manto oscuro que promete protección a cambio de lealtad, pero que en realidad sólo perpetúa el ciclo de poder y corrupción.
EN COZUMEL, el legado de los González se entrelaza con los destinos de sus habitantes, un recordatorio constante de que, aunque los rostros puedan cambiar, las dinastías permanecen. Solidaridad, por otro lado, es testigo del control persistente de Carlos Joaquín, cuya influencia se extiende desde las sombras, manipulando los hilos del poder local a través de figuras posicionadas cuidadosamente en el tablero político, como piezas de ajedrez listas para avanzar a su señal.
ESTA DANZA macabra de poder no es sólo una lucha por el control territorial o económico; es una batalla por el alma de Quintana Roo. Las familias González y Joaquín, en su afán por mantenerse en el cénit de la influencia, han trazado líneas en la arena de la política local y han grabado surcos profundos en la psique colectiva de sus habitantes. La expectativa de lealtad, el temor a la represalia y la promesa de prosperidad para aquellos que se alinean con sus intereses, son monedas de cambio en este mercado de poderes.
LA ACTUAL proyección de Lili Campos Miranda, en un intento por sustituir a la actual gobernadora morenista Mara Lezama Espinosa, no es sino un eco del deseo de estas familias por revertir el reloj, por devolver a Quintana Roo a una era donde los beneficios fluían libremente hacia sus arcas, sin importar el costo para el pueblo. Este escenario, sin embargo, no es un callejón sin salida. La resistencia y el despertar de la conciencia ciudadana emergen como faros de esperanza. En última instancia, el legado de Quintana Roo no debe ser definido por aquellos que lo han saqueado, sino por aquellos que eligen luchar por su integridad. La verdadera medida del poder no reside en la capacidad de someter, sino en la habilidad de empoderar.