Por KUKULKÁN
DONAL TRUMP, con su inconfundible estilo de toro en cristalería, ha decidido que la mejor manera de mantener a Estados Unidos en la cima es declarar la guerra comercial al planeta entero. No distingue entre aliados y enemigos: a todos les ha recetado aranceles, amenazas y desplantes, como si el mundo aún girara en torno a su ego. Su obsesión es China, esa potencia que ha logrado lo impensable: poner nerviosa a la Casa Blanca sin disparar una sola bala, sin invadir un solo país y sin montar escándalos en Twitter.
EL MAGNATE convertido en presidente ha visto cómo Xi Jinping se mueve con la sutileza de un ajedrecista, expandiendo su influencia a punta de inversiones y diplomacia económica. Mientras Trump insulta, impone sanciones y arruina acuerdos con Europa y América Latina, China financia puentes, puertos y carreteras en más de 70 países, con el dulce discurso de “cooperación mutua”. ¿Trampas de deuda? Seguro. ¿Intenciones expansionistas? Por supuesto. Pero, a diferencia de Washington, Beijing no llega con portaaviones ni con la bandera de la “libertad”. Llega con dinero, contratos y sonrisas.

SILICON VALLEY sigue siendo el Olimpo de la tecnología, pero China ya no es la fábrica de productos baratos que Estados Unidos miraba por encima del hombro. Huawei, Tencent y Alibaba han demostrado que el gigante asiático no sólo copia, sino que innova y compite. Tanto que el gobierno de EE.UU. ha tenido que recurrir al veto, acusando a Beijing de espionaje y amenazas a la seguridad nacional. Lo curioso es que, mientras Trump bloquea aplicaciones chinas, los datos de los usuarios estadounidenses siguen siendo saqueados por sus propias corporaciones, pero claro, si el espionaje es made in USA, entonces es “por el bien de la democracia”.
EL CAMPO de batalla se extiende más allá de la tecnología. La guerra arancelaria ha golpeado al sector agrícola de EE.UU., pero Trump, fiel a su manual de “culpar a otros”, insiste en que el problema es China y no sus propias políticas erráticas. En respuesta, Beijing no sólo ha impuesto sus propios aranceles, sino que ha aumentado su gasto militar en un 7.2%, dejando claro que no tiene intención de retroceder. No es que los chinos sean unos santos, pero al menos no van por el mundo gritando que son los salvadores del planeta.
EUROPA, atrapada en esta pelea de titanes, ha tenido que soportar los desplantes de Trump, quien ya ni disimula su desprecio por el viejo continente. Su última genialidad ha sido tratar a Zelenski como un mendigo molesto, mientras la UE sigue abriendo la chequera para financiar la resistencia ucraniana y anunciando un plan de rearme de 800,000 millones de euros. Mientras tanto, el Kremlin se ríe viendo a sus rivales desgastarse entre ellos, porque, si algo ha logrado Trump con su diplomacia de bulldozer, es dividir a Occidente.
PERO AQUÍ viene la pregunta incómoda: ¿quién es peor, Trump o Xi? La respuesta es que no importa. Ambos son emperadores de su propio estilo: uno ruge y amenaza, el otro teje redes de control con guantes de seda. La diferencia es que el chino tiene paciencia de monje shaolín, mientras que el estadounidense gobierna con la sutileza de un rinoceronte en celo. Mientras Trump vocifera sobre hacer a América grande otra vez y Xi sonríe mientras compra medio mundo, el resto de los países no tienen más opción que elegir entre la espada y la deuda. Y aunque Trump todavía crea que un tuit puede detener a China, la realidad es que la partida de ajedrez ya está en marcha, y los gritos no sirven de nada cuando el oponente juega en silencio y con cada movimiento te deja sin opciones.
