Por KUKULKÁN
A VECES la política internacional se parece a una vieja película de vaqueros: alguien entra al pueblo, golpea la mesa y exige tributo. Esta vez, el sheriff es Donald Trump y el mensaje es claro: si México no “hace lo suyo” en seguridad, migración y drogas, pagará. Y lo hará en la aduana, con un arancel del 30% que entrará en vigor el 1 de agosto y amenaza con incendiar no sólo el bolsillo mexicano, sino también la ya volátil economía global. El castigo comercial cae sobre cuatro pilares: productos agrícolas, vehículos, cobre y farmacéuticos.
ES DECIR, sobre la base de la relación económica bilateral. Un ataque directo a las venas productivas del país, y un mensaje cifrado que dice: “negocia, o te cobro”. En los campos del norte, los productores de blueberries y tomates ya hicieron cuentas. Un 30% menos de ingresos, medio millón de jornaleros en riesgo de desempleo y una cadena alimentaria que, paradójicamente, impactará primero a los refrigeradores estadounidenses. Y es que México produce, pero Estados Unidos consume. Y si sube el precio del jitomate, no será en Sinaloa donde se note, sino en los supermercados de Texas.
EN PLANTAS de ensamblaje de Puebla y Coahuila, los ingenieros saben lo que viene: entre 8,000 y 12,000 dólares más por vehículo ensamblado en México. ¿La causa? El nuevo arancel. ¿La consecuencia? Caída en la demanda, márgenes más delgados, entre 50,000 y 140,000 empleos en el aire. En teoría, Trump quiere proteger la industria estadounidense. En la práctica, le pega a sus propios fabricantes. No hay que olvidar que las autopartes cruzan la frontera más veces que un migrante con visa de trabajo.
PARA el caso del cobre, el castigo no es simbólico: es estructural. Más del 50% del cobre que entra a Estados Unidos viene de fuera. El precio ya ronda los 12,500 dólares por tonelada y seguirá subiendo. Eso se traduce en autos eléctricos más caros, computadoras más caras, infraestructura más cara. En resumen: menos inversión y más inflación. Y como si eso no bastara, la guerra llegó al botiquín. Estados Unidos abrió una investigación para imponer aranceles de hasta 200% a los productos farmacéuticos mexicanos. Hoy es el 30%. Mañana, quién sabe. México exporta principios activos y medicamentos genéricos que nutren hospitales y farmacias en el norte. El riesgo no es sólo económico. Es de salud pública.
MIENTRAS tanto, en Palacio Nacional, Claudia Sheinbaum despachó a Marcelo Ebrard y su comitiva a Washington. Objetivo: contener el incendio. La narrativa oficial es que los aranceles son “injustos”, que violan el TMEC y que México no es responsable del fentanilo que circula en Ohio. Pero más allá de las formas, la tensión es real. El gobierno mexicano sabe que necesita una salida negociada. Pero también sabe que negociar con Trump es como jugar póker con un jugador que rompe la baraja cuando va perdiendo.
DEL OTRO lado del río, la reacción ha sido desigual. El Wall Street Journal calificó la ofensiva como “la guerra comercial más tonta de la historia”. Paul Krugman advirtió sobre estanflación. El Bank of America prevé caída en el consumo. Y mientras tanto, en Europa, Bruselas dejó en suspenso represalias por mil millones de euros. Canadá ya contestó con sus propios aranceles. Y las redes sociales están llenas de campañas de boicot a productos gringos. La pregunta no es si habrá daño. Lo habrá. La pregunta es si Estados Unidos puede darse el lujo de una guerra comercial contra sus principales proveedores, en plena desaceleración global.
LA RESPUESTA, probablemente, la sabremos después del 1 de agosto. Cuando los productos crucen la frontera, con factura arancelaria en mano. Porque en esta historia no hay buenos ni malos. Sólo hay consecuencias. Y esta vez, las consecuencias cruzan en camión, pagan en efectivo y no entienden de discursos. La globalización, esa que todos aprovecharon pero pocos entendieron, ahora cobra su cuota. Y como suele ocurrir en los conflictos comerciales, todos pierden. Pero unos pierden más que otros. Y lo peor: todavía no empieza lo peor.