Por KUKULKÁN
DONALD Trump lleva años intentando convencernos de que es un magnate limpio, un patriota incomprendido, un presidente perseguido por las élites progres. Lo ha dicho tantas veces que hasta algunos lo creyeron. Pero como suele pasar, la realidad –y los archivos judiciales– tienen la mala costumbre de escupir la verdad sin pedir permiso. Hoy, lo que está saliendo a flote no es sólo un escándalo más; es el cadáver mal disimulado de una vieja y sospechosa amistad con el mismísimo rey de la perversión: Jeffrey Epstein.
Y ES QUE, mientras Trump se pelea con medio planeta, arma guerras comerciales como quien lanza tuits, y lanza tuits como quien lanza bombas, el pasado le explota en la cara con la elegancia de un coctel molotov. Desde The New York Times hasta The Wall Street Journal, nadie ha querido perderse el festín de destapar los 15 años de tropelías compartidas entre el presidente y el pedófilo financiero.
¿QUIÉN podría imaginar que tantas fiestas, vuelos privados y masajes misteriosos en Mar-a-Lago acabarían en tribunales y no en una mala serie de Netflix? Ahí están los reportajes: cenas suntuosas en Manhattan, animadoras en Palm Beach, vuelos en el “Lolita Express” y hasta dibujos de mujeres desnudas como regalo de cumpleaños. Porque claro, ¿quién no celebra los 50 con un garabato indecente y un “secreto” compartido?
COMO siempre, Trump ha intentado desmarcarse: que si ya no eran amigos, que si apenas lo conocía, que si todo es culpa de los demócratas, los extraterrestres o la camarera que le trajo el café equivocado. Pero no hay tweet que borre el hecho de que voló al menos siete veces en el jet del depredador sexual, ni que una empleada de su resort fue reclutada por Ghislaine Maxwell para servir de “masajista” en la mansión de Epstein.
Y LO MÁS divertido del asunto es que hasta sus aliados más fieles –esos que no lo abandonaron ni cuando sugirió beber desinfectante– ahora comienzan a tomar distancia. Tucker Carlson, Steve Bannon y hasta el presidente del Congreso, Mike Johnson, han puesto cara de “yo no lo conozco”. Hasta la mismísima fiscal Pam Bondi se mostró menos entusiasta que de costumbre. ¿Será que el club de fans MAGA tiene límites? O al menos, una leve conciencia.
CLARO que Trump no se queda callado. Ha denunciado una “estafa”, ha pedido liberar testimonios, ha vuelto a culpar a los demócratas. Pero mientras grita fake news a todo pulmón, los documentos siguen cayendo, las víctimas siguen hablando y su imagen se derrite como bronceador barato bajo el sol de Palm Beach. ¿Y qué hacemos con la joyita de 2002, cuando dijo que a Epstein “le gustaban las mujeres guapas tanto como a mí, y muchas son jóvenes”? ¿O con las fotos de 1992, donde lo vemos cuchicheando con el pedófilo mientras señala a una mujer con una sonrisa que no tiene nada de presidencial?
LO CIERTO es que este escándalo tiene más capas que una cebolla podrida. Porque no sólo se trata de fiestas privadas y vuelos privados, sino de encubrimientos públicos, amistades peligrosas y una cadena de silencio que apunta a lo más alto del poder. Y en el centro de todo, como siempre, está Trump, intentando hacer lo que mejor sabe: jugar a la víctima mientras el fuego le llega a los tobillos. Pero esta vez, ni el muro, ni los tuits, ni los sombreros rojos podrán esconder lo que ya está escrito: que hay cosas que ni el dinero ni la manipulación mediática pueden borrar. La historia está lejos de terminar. Pero algo es seguro: si Trump pensaba que su peor enemigo era China o los inmigrantes, tal vez deba mirar más cerca… al espejo.
