Sergio León Cervantes
En menos de una década, el Perú destituyó seis presidentes. Una fórmula llamada “incapacidad moral permanente” permitió al Congreso disolver gobiernos a su antojo. El resultado: tres recesiones, una pérdida del 22 % en inversión extranjera directa entre 2017 y 2023, y un desplome de su confianza ciudadana al 11 %, el nivel más bajo de América Latina según Latinobarómetro. La política se comió a la justicia y, con ella, a la economía.
Hoy México enfrenta el mismo riesgo, pero al revés. Mientras en Lima el Congreso podía vacar presidentes, en México podríamos estar construyendo las condiciones para no poder remover ninguno, ni siquiera si quebranta la Constitución. Las reformas al Poder Judicial y a la Ley de Amparo alteran el ADN de la democracia mexicana: trasladan la justicia del mérito al voto, y del juez al poder político.
El riesgo ya no es ideológico, es estructural. Moody’s cambió la perspectiva de México a “negativa” por el deterioro institucional. Fitch Ratings advierte que la pérdida de independencia judicial puede afectar el investment grade. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la seguridad jurídica representa hasta el 42 % del factor de decisión de inversión extranjera directa. Un punto menos en confianza institucional puede costar más que diez puntos de inflación.
El impacto podría sentirse primero en Quintana Roo. Con más de 18 millones de turistas al año, el 80 % del PIB estatal depende de la percepción de seguridad y estabilidad. Si la justicia deja de ser árbitro y se convierte en extensión del poder, el turismo internacional percibirá riesgo político y reducirá reservas. El mismo efecto que sufrió Brasil durante el juicio de Rousseff o Perú tras la vacancia de Vizcarra: turismo y consumo interno en caída libre.
Pero lo más delicado no es económico, sino simbólico. Si la justicia se elige en campaña, se convierte en promesa; y cuando la ley es promesa, deja de ser límite. El amparo fue el invento jurídico que durante más de 170 años protegió al ciudadano frente al Estado. Debilitarlo es como romper el candado que separa la república del poder absoluto.
Aún hay vías legales: las acciones de inconstitucionalidad, la presión del 33 % del Congreso, los amparos colectivos y el litigio estratégico de cámaras empresariales y universidades. Pero también hay un deber cívico: documentar, financiar y sostener la defensa de la justicia.
La historia enseña que las democracias no mueren de golpe, mueren de reformas. En Perú, el Congreso devoró al Ejecutivo. En México, podríamos estar devorando al árbitro. Y sin árbitro, no hay partido, ni inversión, ni país.
Porque el poder sin límites no necesita dictadores: le basta con jueces que callan.
¡Hasta la próxima semana, con nuevos retos y oportunidades!
Sin miedo a la cima, que el éxito ya lo tenemos.
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