Por KUKULKÁN
TULUM, el paraíso que quiso ser Dubái pero terminó pareciéndose más a un centro comercial en bancarrota, atraviesa la peor crisis de su breve y accidentada historia turística. Playas vacías, negocios cerrados, vuelos cancelados y una ocupación hotelera que ronda el 30 % —y en el centro apenas el 15 %— son la radiografía de un destino que se desangra lentamente entre la corrupción, la improvisación política y la violencia criminal que ya no se disimula ni con el mejor filtro de Instagram.
Y MIENTRAS el gobierno federal insiste en su discurso de que “en México no existen playas privadas”, en Tulum el alcalde Diego Castañón parece no haberlo escuchado, o peor aún, lo entendió al revés. Su flamante idea de “libre acceso” a las playas incluye una lista de prohibiciones dignas de un manual para turistas incómodos: nada de sillas, ni sombrillas, ni hieleras, ni alimentos. Todo debe consumirse en los negocios de siempre —hoteles, bares y restaurantes—, propiedad de los mismos que aplauden sus ocurrencias porque el “libre acceso” que él promueve, es libre… pero para gastar.
EL PROBLEMA no es sólo semántico. Es estructural. Porque lo que Diego Castañón defiende no es el interés público, sino el negocio privado disfrazado de reglamento turístico. Un absurdo que contradice directamente el principio de acceso universal que la Cuarta Transformación presume como conquista social. Pero, claro, a Castañón lo de la 4T le queda grande: no es ideólogo ni gestor, apenas un improvisado político que descubrió en el poder municipal un atajo para sus ambiciones personales.
SU SUEÑO guajiro —y no lo esconde— es llegar algún día a la gubernatura del estado, aunque su expediente público sea un catálogo de torpezas administrativas, pleitos con empresarios y promesas incumplidas. En tanto, Tulum se hunde. Y no sólo metafóricamente. Su economía se desploma junto con la credibilidad de su modelo turístico.
EL NUEVO aeropuerto internacional —ese que prometía revolucionar la conectividad de la región— ha caído drásticamente en sus operaciones, con vuelos cancelados y aerolíneas retirándose discretamente del mapa. Los comercios locales, esos que sobrevivieron a la pandemia, ahora enfrentan una recesión brutal: el turismo nacional se ha replegado por los altos costos, el extranjero por la inseguridad, y los inversionistas por la corrupción rampante en los permisos de uso de suelo.
Y SI A ESO le sumamos el ingrediente fatal de la violencia, el cóctel está completo. En marzo, el secretario de Seguridad municipal fue asesinado a tiros en plena calle. Días antes, la Fiscalía local fue atacada a balazos. Todo esto en una ciudad donde los cárteles ya no sólo operan en el narcomenudeo: se han infiltrado en los servicios turísticos, en la construcción, en los bares y hasta en los taxis.
TULUM es, hoy, un escenario donde la criminalidad se mimetiza con la oferta hotelera: ambos abundan y ambos se venden con sonrisa. A nivel internacional, el idilio también se fracturó. Los medios que antes exhibían el esplendor de sus playas hoy hablan de “el paraíso que se apaga”. Las alertas de viaje de Estados Unidos advierten de “riesgos de violencia” y los portales de turismo recomiendan prudencia al visitar el destino.
SIEMPRE crueles, las redes sociales muestran lo que la autoridad niega: playas vacías, locales cerrados, trabajadores sin empleo y turistas reclamando por los cobros y restricciones del famoso Parque Jaguar, esa joya ecológica que terminó siendo otro símbolo de exclusión disfrazado de sostenibilidad.
CASTAÑÓN presume que con su “ordenamiento turístico” protege el entorno natural. Pero lo que realmente protege es un modelo de privilegios: el que reserva el mar para quien pueda pagar una cerveza a 300 pesos, un ceviche a 2000 y un lugar en la playa “libre” sólo si se consume.
UNA HIPOCRESÍA que ni el mejor discurso federal puede disimular. Tulum se quedó atrapado entre la utopía del turismo verde y la pesadilla del negocio rápido. Y mientras los comerciantes piden perdón a los turistas, el alcalde parece más ocupado en posar para sus propias campañas que en rescatar la economía local.
EL PARAÍSO está cercado. No por los manglares ni por el sargazo, sino por la incompetencia y la codicia. Tulum no se hunde por exceso de turistas, sino por falta de gobierno. Y mientras Diego Castañón sueña con gobernar Quintana Roo, la realidad es que ni siquiera puede gobernar su pedazo de arena. Porque en el paraíso de Diego, la entrada es libre… pero el descaro, ilimitado.