José Réyez
En los Altos de Chiapas, donde las montañas se entrelazan con la historia de resistencia de los pueblos Tsotsiles y Tseltales, una batalla silenciosa pero feroz se libra contra un enemigo tan poderoso como insidioso: el narcotráfico.
Esta región, marcada por la marginación histórica y la riqueza cultural, se ha convertido en un escenario donde la supervivencia de las comunidades indígenas depende de su capacidad para resistir la cooptación, la violencia y la fragmentación social impulsada por los cárteles.
El narcotráfico ha tejido alianzas con actores políticos y económicos, creando una red de “narcopolítica” que permea instituciones y territorios.
En Chiapas, esta dinámica se agrava por la ubicación estratégica de la región, puente clave para el tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Los cárteles, como el de Sinaloa y el CJNG, han penetrado municipios fronterizos como Frontera Comalapa y Motozintla, utilizando la violencia como herramienta de control.
Sin embargo, lo más alarmante es cómo esta violencia se entrelaza con la histórica exclusión de los pueblos originarios. Desde la época colonial, los Tsotsiles y Tseltales han enfrentado discriminación y abandono estatal, condiciones que los cárteles explotan para reclutar mano de obra o cooptar líderes locales.
Frente a esta embestida, las comunidades han desarrollado estrategias ingeniosas para mantener su autonomía. Una de ellas es el traslado sigiloso: familias enteras migran a municipios donde los cárteles aún no tienen presencia, evitando así la confrontación directa. Esta táctica, aunque dolorosa implica abandonar tierras ancestrales—, refleja una resistencia pragmática ante la amenaza.
Otra herramienta clave es el sistema de cargos políticos, una estructura tradicional de gobierno basada en rotación y servicio comunitario. Este sistema, arraigado en usos y costumbres, actúa como barrera contra la infiltración narca: los cargos son honorarios y requieren años de servicio previo, lo que dificulta que actores externos (o cooptados) alcancen puestos de poder.
Autodefensa y autonomía: Cherán y los Caracoles
La resistencia en Chiapas no es un caso aislado. Ejemplos como Cherán, Michoacán, donde en 2011 la comunidad expulsó a talamontes y narcos mediante guardias civiles, o los Caracoles zapatistas, muestran que la autoorganización indígena puede ser efectiva. No obstante, el costo es alto: desplazamientos forzados, asesinatos selectivos (como la masacre de Acteal en 1997) y una guerra de baja intensidad que persiste.
El reciente anuncio de la desaparición de los Municipios Autónomos Zapatistas (2023) es un recordatorio de que, incluso las formas más organizadas de resistencia, enfrentan límites ante un enemigo que combina violencia física, económica y simbólica.
Así, pasaron de las Juntas de Buen Gobierno y los Municipios Autónomos, a los Grupos de Autonomía Local y los encuentros de Interzona, en donde manda el pueblo, cuyas alternativas han permitido mayor cercanía entre autoridades y comunidades, más participación de jóvenes y mujeres, y la experiencia constante con la idea de “el común”.
Mientras las comunidades resisten, el Estado mexicano oscila entre la negligencia y la complicidad. Programas sociales superficiales no abordan las causas estructurales del crimen organizado, como la falta de empleo o el acceso a la tierra.
Peor aún, la infiltración de cárteles en instituciones —desde policías locales hasta funcionarios de aduanas— revela que el problema no es sólo la ausencia del Estado, sino su corrupción.
La “guerra contra el narcotráfico” ha fracasado porque ignora un hecho crucial: no se puede derrotar al crimen organizado sin atacar su raíz económica y política. Mientras haya mercados ilegales lucrativos y elites dispuestas a negociar con el narco, las balas sólo cambiarán de manos.
La resistencia de los Tsotsiles y Tseltales ofrece lecciones vitales: La cohesión social es un escudo. Sistemas como los cargos políticos o las asambleas comunitarias son antídotos contra la cooptación.
La autonomía requiere apoyo real. Proyectos como los Caracoles necesitan respaldo legal y económico, no sólo discursos. El narcotráfico es un problema transnacional. La cooperación internacional (como los acuerdos UE-América Latina) debe incluir a las comunidades afectadas, no sólo a las elites.
En última instancia, la lucha en Chiapas no es sólo por territorio, sino por un modelo de vida. Frente a la narcopolítica, los pueblos originarios defienden algo que el Estado ha perdido: la legitimidad. Su resistencia, aunque frágil, es un faro en medio del caos. El desafío es si el resto de México —y el mundo— está dispuesto a aprender de ella.