Por KUKULKÁN
EN EL PAÍS que presume tener los mejores sistemas de inteligencia, que rastrea celulares desde la estratósfera y que puede localizar a Bin Laden en una cueva de Pakistán, resulta que no pueden —o no quieren— encontrar a los responsables del asesinato de Charlie Kirk, el enfant terrible de la ultraderecha estadounidense.
SÍ, EL MISMO que odiaba a todos, mexicanos incluidos, menos a los blancos, y que terminó abatido a tiros en un auditorio universitario. Ironías del destino: murió exactamente de la manera que defendió como “necesaria” para mantener sus “sagrados derechos”.
CHARLIE Kirk no era un desconocido. Se dedicó a movilizar jóvenes conservadores con discursos de odio, mezclados con prédicas religiosas disfrazadas de patriotismo. Su especialidad era tomar los miedos más bajos —el miedo al migrante, al diferente, al negro, al judío, al trans, al gay— y servirlos en bandeja como si fueran verdades reveladas. Lo escuchaban, lo aplaudían, lo seguían.
Y COMO suele pasar con estos líderes de cartón piedra, a fuerza de repetir mentiras, se fue convenciendo de que eran verdades. Su relación con las armas era casi erótica. En 2023, durante un evento con TPUSA Faith, defendió la Segunda Enmienda como si fuera el onceavo mandamiento. “Vale la pena pagar el costo de algunas muertes al año con tal de tener nuestras armas”, llegó a decir, con la frialdad de quien nunca tuvo que levantar el cuerpo ensangrentado de un hijo en un tiroteo escolar.
LO TERRIBLE es que sus seguidores lo aplaudieron. Lo veían como un visionario, cuando en realidad sólo era un hombre ciego al dolor ajeno.
EN TEMAS de identidad de género, Kirk se convirtió en inquisidor del siglo XXI. Alentaba a denunciar maestros, a señalar a cualquiera que oliera a diversidad. Para él, la comunidad LGBTQ no era parte del mosaico estadounidense, sino una “amenaza” a la familia cristiana.
SU DISCURSO prendía entre jóvenes desorientados, esos que buscan certezas fáciles y enemigos claros. Les dio ambos: certezas falsas y enemigos inventados. Con la migración, ni se diga. Kirk detestaba a los mexicanos. No sólo a los migrantes, sino a todo lo que oliera a latino, a moreno, a distinto.
REPETÍA hasta el cansancio la teoría del “gran reemplazo”, esa ficción de que hordas extranjeras desplazarán a los pobres, indefensos, y siempre inocentes estadounidenses blancos. Lo que nunca reconocía es que Estados Unidos se construyó, literalmente, con migrantes. Pero claro, para él la historia empezaba en los suburbios blancos de Arizona.
EN CUANTO al cambio climático, su negacionismo era de manual trumpista. Se burlaba del consenso científico, llamaba “tonterías” a los datos y desestimaba lo que la evidencia mundial demuestra: que el planeta se calienta a un ritmo alarmante. Pero para Kirk, todo era un invento de progresistas con tiempo libre. Lo que nunca explicó es cómo ese invento estaba derritiendo glaciares, incendiando bosques y dejando ciudades bajo el agua. Pero quizá esos detalles le parecían demasiado complejos para su podcast.
Y ASÍ, entre discursos de odio, podcasts incendiarios y auditorios llenos de jóvenes enardecidos, Kirk se fue consolidando como la voz de una generación ultraderechista. Una voz que hoy se apagó en medio del mismo fuego que él alentó. ¿Casualidad o justicia poética? Difícil decirlo. Lo que es un hecho es que su muerte no es un episodio aislado. Es el resultado lógico de una sociedad que normalizó la violencia, que convirtió el racismo en política y las armas en derecho divino.
LO IRÓNICO —lo verdaderamente grotesco— es que en la primera potencia mundial, donde presumen eficacia y precisión quirúrgica en seguridad, nadie ha dado con los responsables. Estados Unidos puede rastrear un misil balístico en el aire, pero no puede atrapar a quien jaló el gatillo contra Charlie Kirk. Quizá no lo buscan con tanto empeño. Tal vez, en el fondo, saben que él mismo sembró la bala que lo alcanzó.
LA LECCIÓN es amarga, pero clara: el odio, cuando se normaliza, no se queda en discursos ni en podcasts. Se traduce en violencia, en víctimas, en sangre. Kirk lo predicó, lo defendió y, finalmente, lo encarnó.




