- Un joven provoca un atropellamiento fatal y, al intentar ocultarlo, queda atrapado en mentiras y consecuencias que lo llevan a enfrentar la culpa y la verdad.
STAFF / AR
CIUDAD DE MÉXICO.- Jafar Panahi quedó marcado por una escena carcelaria real en la que él era protagonista.
Se repitió varias veces. Comenzaba así: en un pequeño cuarto, él estaba vendado, de frente a la pared. A su disposición, un bolígrafo y un papel para confesar sus “crímenes” y delatar a “cómplices”.
Al cineasta, que estuvo dos veces tras las rejas y fue torturado por el régimen iraní por “atentar contra la seguridad nacional”, lo mantenían así por largas horas.
En medio del estrés, recuerda, tenía un sentido muy alerta.
“En ese estado, es el oído el que prevalece. Podía sentir cómo el interrogador estaba detrás mío”, evoca en entrevista, con ayuda de una intérprete de farsi.
“Era capaz de percibir todo de él: su voz, si caminaba, cualquier movimiento, su respiración.
Pensé: no lo veo, pero lo conozco.
Quizás afuera de la cárcel también pueda encontrarlo”.
Oír es clave en Fue Solo un Accidente, su nueva cinta. Meditación sobre la futilidad de la venganza, se estrenará el jueves en salas mexicanos para luego llegar a Mubi. Francia, donde se realizó la postproducción, la postuló al Óscar.
Con esta cinta, el director disidente obtuvo la Palma de Oro en Cannes. Era el único gran premio de festivales que le faltaba tras el León de Oro (Venecia) y el Oso de Oro (Berlín).
“Para mí, muchas veces los sonidos son más importantes que la imagen”, sentencia el autor (Taxi Teherán, Los Osos No Existen) de 65 años.
Llena de tensión, drama y absurdo, la trama arranca por obra de un accidente de carretera.
Eghbal, un acomodado padre de familia, acude entonces a un taller: el chirrido que hace con su prótesis de pierna al caminar aterroriza al mecánico, Vahid.
También sobrecogido por su voz, éste cree reconocer a Eghbal a ese terrible torturador que convirtió en una pesadilla su vida mientras estuvo preso por protestar contra el gobierno. Estaba vendado, pero, sostiene, era él.
Decide secuestrarlo, matarlo.
Pero cunde en él la duda. El hombre sostiene ser otra persona.
¿Podría haber engañado su oído a Vahid? Acudirá a otros ex prisioneros, también llenos de cicatrices emocionales, para tomar una decisión.
Ícono del cine de resistencia, Panahi volvió a filmar clandestinamente, con un equipo reducido, siempre alerta. El régimen iraní le prohibió hacer películas.
¿Pero, sin ellas, qué sería de él? “La vida de un cineasta cobra sentido al hacer películas. Me refiero a los cineastas que ven el cine como un arte, no como algo comercial. Cuando llega una oportunidad, se aceptan todas las dificultades.
“En países como Irán, con una atmósfera y un líder muy cerrado, yo hago sacrificios por hacer cine. Perdí bastante tiempo encarcelado. Si lo miro de esa manera, obtengo fuerzas”.
Panahi, con su nueva cinta, pretende rendir honor a aquellas decenas de presos políticos que conoció en prisión. Admirado en todo el mundo, se sacude glorificaciones.
Lo suyo no merece medallas.
“Yo no soy un héroe. En la prisión conocí a personas que habían hecho huelgas de hambre por 20 días y nadie afuera sabía sobre eso. Cuando yo hacía una huelga de dos días, todo mundo se enteraba.
“Otros presos hacían trabajos más extenuantes que yo, pero era mi nombre el que aparecía en los medios. Estaba en una situación mejor. Los héroes son los otros, los que padecen anónimamente”.
Eghbal (hasta el último acto se sabrá quién es), afirma Panahi, representa a los miles de agentes del régimen. No son, dice, oscuros villanos. El cine, subraya, debe huir de maniqueísimos.
“Hay que mirar a todos con los mismos ojos. El cine social no favorece ningún punto de vista.
Los torturadores, si no hubieran sido condicionados para cosas malas, no las habrían hecho.
“Son la sociedad y el gobierno quienes han generado esas condiciones. Mientras sigan existiendo este tipo de atmósferas opresivas habrá muertes”.
