Zósimo Camacho
Los cárteles de las drogas se disputan el territorio mexicano, desde siempre, como lugar de trasiego para el gran mercado estadunidense. Pero hoy ya no pelean sólo las rutas. También, las “plazas”, la venta local, en las 74 zonas metropolitanas de todo el país.
Por décadas, la población mexicana fue, en términos generales, inmune a la amplia oferta de estupefacientes que han atravesado el país de sur a norte. Hoy ya no es así. El consumo dejó de estar reservado a sectores específicos, invariablemente privilegiados: la burguesía y la alta burocracia. El quiebre ocurrió durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012).
Entre los saldos de esa falsa “guerra contra las drogas” se cuentan el empoderamiento de las organizaciones criminales que operan en México; los cientos de miles de muertos y otros cientos de miles de desaparecidos. Poco se dice del incremento acelerado de consumidores de drogas duras, una masificación de las ventas locales al menudeo que, por supuesto, incluye a todas las clases sociales. De manera preponderante, a los sectores populares.
Calderón y también Enrique Peña Nieto (2006-2012) ignoraron el problema. Los gobiernos de López Obrador y Claudia Sheinbaum iniciaron campañas para prevenir y erradicar el consumo de sustancias. En otro espacio se podrá evaluar la efectividad de estas políticas. Baste por el momento decir que falta que el Estado se volque de manera integral para promover entre la población una vida libre de adicciones. Tiene enfrente a poderosos cárteles con sustancias letales que hacen pasar por dulces, incluso, entre niños y adolescentes.
Una muestra de lo que ocurren en todo el país es la Ciudad de México. Enfrenta una crisis silenciosa pero devastadora: el aumento exponencial del consumo de drogas entre jóvenes. Según el diagnóstico Juventud en Riesgo, realizado por la asociación civil Procomún, las urgencias médicas por consumo de cocaína aumentaron en la capital de la República un 76.9 por ciento en sólo cuatro años, mientras que el alcohol (socialmente aceptado, pero igualmente dañino) muestra daños estructurales desde los 10 años de edad.
Más datos alarman. Entre 2020 y 2023, las urgencias médicas por consumo de cannabinoides crecieron 29.4 por ciento, y las relacionadas con alucinógenos (como LSD o psilocibina) se dispararon un 117.5 por ciento. Además, el 90 por ciento de las muertes por drogas entre 2016 y 2022 fueron hombres, muchos de ellos víctimas del aislamiento y sustancias mortíferas como el fentanilo. En jóvenes de 15 a 19 años, las urgencias aumentaron 21.7 por ciento, lo que refleja una desesperante y peligrosa normalización del consumo.
Pero esto no es sólo un tema de salud. El informe revela una correlación escalofriante entre el consumo de drogas y delitos como robo, violencia familiar o trata de personas, con coeficientes de hasta 0.79 (según el método de Pearson). Como se puede observar, las familias primero gritan, luego callan y después colapsan en una sala de urgencias.
Mientras las cifras crecen, las respuestas siguen siendo insuficientes. Además de atacar las causas del consumo, y la promoción de las actividades deportivas y culturales, es necesario crear sistemas de alerta temprana para identificar zonas y sustancias de riesgo; incrementar la inversión en salud mental, especialmente en primeros auxilios psicológicos, y desarrollar políticas públicas basadas en datos.
Amplios sectores de la juventud capitalina están atrapados en un círculo de estrés psicosocial, violencia y adicciones. Abundan los lugares de venta de estupefacientes y escasean los centros deportivos y culturales. No basta con “recomendar” que se estudie música o se practique el box si no hay siquiera espacios públicos con capacidad para desarrollar dignamente estas actividades. El costo social de la “guerra” calderonista es profundo; pero es reversible. ¿Hay plan para construir masivamente casas de cultura y espacios deportivos para masificar el arte y la actividad física?