Por KUKULKÁN
A TRAVÉS de la historia, las mujeres mexicanas han tenido que aprender a vivir con una balanza trucada. En un lado, su derecho a existir sin ser golpeadas, acosadas, calladas ni desaparecidas; en el otro, el eterno peso muerto del “no exageres”, “algo habrás hecho” o el “es que los hombres también sufren”. Pues bien, esta semana la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió, por fin, enderezar un poco esa balanza oxidada por los años y la hipocresía institucional.
UNA VEZ MÁS, con un gran fallo, la nueva Corte se atrevió a decir lo obvio: que reconocer la violencia vicaria —esa en la que el agresor hiere a la mujer a través de los hijos o familiares— no es discriminación contra los hombres, sino una respuesta necesaria ante una desigualdad histórica. Algo así como explicarle al fuego que el agua no lo odia, sólo intenta apagarlo.
LA CNDH, que últimamente parece confundida sobre qué derechos defiende, quiso invalidar las reformas que sancionan este tipo de violencia. Alegó que los hombres también pueden ser víctimas y que la ley los excluye. Cierto, nadie niega que existan hombres violentados. Pero de ahí a decir que reconocer la violencia vicaria contra mujeres “discrimina” al resto de la humanidad, hay un abismo del tamaño de la historia.
POR FORTUNA, la ministra Lenia Batres —una de las voces disruptivas del tribunal— puso las cartas sobre la mesa con la serenidad de quien conoce los números: siete de cada diez mujeres en México han sufrido algún tipo de violencia ¡Siete de cada diez! Casi la mitad ha vivido violencia sexual, y más de un tercio, física. ¿Y todavía hay quién pregunta por qué las leyes deben tener enfoque de género?
LA CORTE fue clara: dar protección especial a las mujeres no significa ponerlas por encima de los hombres, sino reconocer que durante generaciones se les dejó por debajo. Pero en un país donde los privilegios se confunden con derechos, esa simple distinción suena casi revolucionaria.
LA MINISTRA Yasmín Esquivel respaldó el proyecto y recordó que la violencia vicaria no es un invento ideológico, sino una realidad que destroza vidas. Aunque, con la elegancia de los viejos equilibristas, hizo una observación técnica: el Congreso aún debe definir con precisión los elementos del delito, para evitar que la ley se quede cojeando. En otras palabras, la Corte hizo su parte; ahora el Legislativo debe dejar de legislar al vapor.
DETRÁS del lenguaje jurídico, lo que se jugaba era mucho más que un tecnicismo: era la eterna disputa entre quienes creen que hablar de violencia de género es exagerar, y quienes llevan siglos sobreviviéndola. La CNDH, en un papel que le quedó grande, pareció más preocupada por defender una neutralidad de caricatura —esa en la que hombres y mujeres parten desde el mismo punto— que por reconocer que la cancha, desde siempre, ha estado inclinada.
LO IRÓNICO es que, mientras la Corte hace historia reconociendo el derecho de las mujeres a no ser usadas como blanco indirecto del odio, hay quienes claman por “equilibrar” la balanza… como si la justicia fuera un columpio que sube y baja según quién llore más fuerte. Porque eso es lo que ha sido la lucha de las mujeres en México: un péndulo que avanza a empujones.
DE LAS sufragistas encarceladas a las madres que buscan a sus hijas desaparecidas; de las que exigieron salario igual a trabajo igual, a las que hoy defienden el derecho a criar sin miedo a que sus hijos sean usados como arma. Cada avance ha sido arrancado, no concedido. Y aun así, cada vez que se logra algo, aparece la pregunta de rigor: “¿Y los hombres qué?”.
PUES los hombres, señores, siguen teniendo todos sus derechos intactos. Lo que está en juego no es su lugar en la historia, sino el lugar que las mujeres han tenido que conquistar dentro de ella. La Corte, al menos esta vez, no cayó en la trampa del falso equilibrio. Reafirmó que la igualdad no consiste en tratar igual a quienes viven desigual, sino en reparar la desventaja.
Y AUNQUE parezca increíble, eso en México sigue siendo motivo de debate. Así que celebremos este pequeño ajuste en la balanza. No porque haya terminado la desigualdad —ni de lejos—, sino porque, de nueva cuenta, la justicia se inclinó del lado correcto. Y eso, en un país acostumbrado a ver cómo el péndulo siempre regresaba al mismo sitio, ya es motivo suficiente para brindar… aunque sea con sorna.