Carlos Sinhué: contrainsurgencia en la UNAM

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Zósimo Camacho

Este domingo sumaron catorce años en los que el calendario ha acumulado polvo sobre un expediente judicial que, más que buscar justicia, parece diseñado para ocultarla. La historia de Carlos Sinhué Cuevas Mejía, el activista y estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ejecutado extrajudicialmente la noche del 26 de octubre de 2011 en Topilejo, es mucho más que el caso aislado de un homicidio. Es un mapa detallado de la maquinaria del Estado para eliminar disidencia, sembrar el terror y, acto seguido, desplegar un aparato burocrático y opaco cuyo único fin es garantizar que la verdad nunca emerja.

A casi tres lustros de aquel crimen, la tenacidad férrea de su madre, María de Lourdes, se erige como el único dique contra un sistema que pretende que el tiempo borre todo, excepto el dolor de los que quedan.

El relato oficial de la impunidad en este caso es una cátedra de cinismo. Transcurría el gobierno federal de Felipe Calderón, el de la Ciudad de México de Miguel Ángel Mancera y el rectorado en la UNAM de José Narro. Luego del crimen las autoridades se empeñaron en negar lo evidente.

Existe un video, sin embargo, una prueba grabada por las cámaras del entonces C4, que captura los últimos momentos de Carlos Sinhué con vida. Se le ve descendiendo del transporte público que desde Ciudad Universitaria lo llevó al pueblo de Topilejo, cerca de su domicilio. Es seguido inmediatamente por tres hombres. Lo que ocurre después queda fuera del foco, pero no de la evidencia balística: el activista cayó abatido por 16 impactos de bala de dos armas de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas.

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Sin embargo, la Fiscalía se ha escudado durante años en una supuesta falta de equipos y peritos para analizar el material, arguyendo problemas de calidad. Esta no es negligencia; es una estrategia calculada. Es el Estado tapándose los ojos frente a su propio reflejo, negándose a ver en esa grabación la confirmación de una ejecución sumaria.

Pero la obstrucción no se detiene en la negación de pruebas. La reciente solicitud de María de Lourdes para remover a la Ministerio Público y a su superior inmediato de la Fiscalía Especializada en Homicidios revela el nivel de podredumbre al interior del proceso. El abogado defensor de derechos humanos, Víctor Caballero, ha denunciado cómo estos servidores públicos han demorado las investigaciones, rechazado pruebas cruciales presentadas por la familia e ignorado requerimientos de información que tendrían que realizar a las propias autoridades universitarias.

Este estancamiento no es un accidente; es la consecuencia de un dolo institucional que permea cada trámite, cada oficio, cada audiencia. Se niegan sistemáticamente a realizar un análisis de contexto, a entender a Carlos Sinhué no como una víctima aislada, sino como un activista cuyas circunstancias sociales, políticas y académicas lo convertían en un objetivo para ese Estado criminal.

Los hallazgos más recientes del expediente no dejan lugar a dudas: no sólo se planificó el asesinato, sino también una operación compleja para enmarañar el caso, destruir evidencias, sembrar pistas falsas y proteger a los perpetradores. La trama incluye a dos sospechosos, identificados por la comunidad estudiantil, que acosaban a Carlos Sinhué haciéndose pasar por alumnos. Estos individuos, con tatuajes de motivos nazis e incapaces de acreditar su pertenencia a Filosofía y Letras, fueron detenidos por los propios estudiantes. Sin embargo, el debido proceso fue violado descaradamente: los policías capitalinos que los arrestaron no fueron los que firmaron la declaración ministerial, lo que permitió que esta información vital se “perdiera” y que los sospechosos recuperaran su libertad. Esta no es una simple irregularidad; es la liberación premeditada de eslabones clave en una red de infiltrados que operaba con impunidad dentro de los campus.

La complicidad no se limita a las fiscalías. La propia UNAM, a través de sus autoridades, ha jugado un papel vergonzoso en este encubrimiento. Cuando la investigación requirió las comunicaciones del entonces jefe de Vigilancia UNAM, Jesús Teófilo Licona Fierro, su respuesta de que “no usaba teléfono móvil” fue aceptada sin pestañear por la Fiscalía. Esta farsa burocrática es un insulto a la inteligencia y una clara señal de la opacidad con la que operaban los mecanismos de contrainsurgencia al interior de la Universidad. Asimismo, la presencia de un policía vestido de civil, Carlos Segura Chávez, en el contexto del crimen, quedó sin investigar luego de que se pretextara que su bitácora se perdió en una “inundación”. No se trata de coincidencias; son los rastros de un sistema diseñado para autoabsolverse.

El contexto político del crimen es ineludible. Carlos Sinhué fue asesinado durante el sexenio de Felipe Calderón, en el sombrío período donde las ejecuciones extrajudiciales contra activistas, defensores de derechos humanos e indígenas se multiplicaron bajo el paraguas de una fingida “guerra contra el narcotráfico”. Su perfil lo convertía en un blanco: era un luchador social formado en la huelga estudiantil de 1999-2000, se había solidarizado con la lucha triqui de San Juan Copala y exigía justicia para las víctimas del Operativo Fénix en Ecuador, donde fue asesinado su amigo Fernando Franco Delgado. Previo a su muerte, fue víctima en la UNAM de siete campañas de desinformación y un acoso meticuloso que él mismo registró. Su asesinato no fue un acto casual de violencia, sino la culminación de una persecución política.

Hoy, el caso de Carlos Sinhué se enmarca en una estadística aterradora: más de 100 integrantes de la comunidad universitaria muertas o desaparecidas desde 2002, la mayoría durante el calderonato y el peñismo.

Su historia es un capítulo emblemático de esta guerra silenciosa: la patrulla que atestiguó el ataque sin reportarlo, el efectivo del Ejército que acudió al lugar, la red de espionaje que operaba en la Universidad, las pruebas destruidas y los testigos liberados, todo apunta a una verdad que el Estado se niega a reconocer.

Mientras, María de Lourdes, con una dignidad que avergüenza a las instituciones, sigue exigiendo justicia. Su lucha no es sólo por su hijo; es por todos aquellos a quienes el Estado pretende borrar dos veces: primero con la violencia, y después con el olvido. Mientras su voz no cese, la memoria de Carlos Sinhué seguirá siendo una trinchera contra la impunidad.

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