- Gobierno estatal e Iniciativa Privada reaccionan con estrategias precisas ante exigencia de Estados Unidos a sus viajeros
FERNANDO MARTÍ / CRONISTA DE LA CIUDAD
CANCÚN, Q. ROO.- CUARENTEMAS / Esta semana tengo para ustedes una historia sabrosa, de esas que da gusto platicar. Resulta que no fue necesario que Joe Biden jurara el cargo de presidente para que los Estados Unidos endureciera su estrategia Covid: con fecha 12 de enero, la máxima autoridad en materia sanitaria, los famosos CDC (Centers for Disease Control), determinó como requisito para entrar al país que todos los pasajeros que lleguen por avión exhiban una prueba negativa al bicho, efectuada con un máximo de 72 horas de anticipación.
La medida, que entrará en vigor el 26 de enero (el martes de la próxima semana), incluye a los ciudadanos y residentes de los Estados Unidos, y ordena a las aerolíneas que impidan abordar a quienes no cuenten con el comprobante.
Esa exigencia llegó en el momento menos oportuno, cuando Cancún está haciendo grandes avances en la recuperación de su mercado turístico. Tanto el gobierno estatal como la industria reaccionaron muy rápido: el primero declaró al turismo actividad esencial (único caso en el país), contrató un grupo de epidemiólogos que manejó con tino y prudencia el semáforo local, diseñó protocolos sanitarios para cada giro del sector y reactivó los vuelos nacionales mediante una astuta estrategia de publicidad, mientras un universo de miles de empresas accedió a firmar pactos para conservar los empleos y respetar las medidas sanitarias.
Como consecuencia, en diciembre arribaron a Quintana Roo casi un millón de turistas, lo que se tradujo en una ocupación estimada en 60 por ciento (aunque oficialmente fue más baja). De ese total, un poco más de la mitad provenían de los Estados Unidos, y las reservas confirmadas para la temporada de invierno, de enero a abril, indican que el flujo persistirá, e incluso que podría incrementarse un poco su volumen.
Esta circunstancia ha convertido a Cancún en uno de los pocos destinos turísticos que está recuperando a sus turistas, incluso por encima de los gigantes a nivel mundial, como Las Vegas (cuyos hoteles-casino cerraron 78 días, entre marzo y junio, reportando en diciembre una ocupación del 47 por ciento), u Orlando (cuyo parque estrella, Disneyworld, permaneció inactivo cuatro meses). Este éxito, si se le puede llamar así, es consecuencia indirecta de la política que adoptó México, que al día de hoy tiene cero restricciones para el ingreso de viajeros internacionales, situación que contrasta con Europa, que no está aceptando turistas (con algunos países como Italia donde se prohíben incluso viajes interiores), y varios países americanos que exigen la llamada prueba PCR (un exudado de nariz y garganta que se analiza a nivel molecular, con resultados en 48 horas), para ingresar a sus territorios.
A este panorama se acaban de sumar los Estados Unidos, con una notable diferencia: no exigen una prueba específica, aceptan la del antígeno que es muchísimo más barata y rápida, pues no detecta la presencia del bicho sino de algunos “fragmentos de proteína” que se desprenden del SARS-CoV-2.
Tal técnica hizo su milagrosa aparición el pasado 15 de diciembre, cuando fue aprobada por la Food & Drug Administration (FDA) para venderse sin receta en las farmacias, de modo que en pocas semanas cualquiera podrá efectuar la prueba en casa y descubrir, con una certeza del 92 por ciento, si está contagiado por la plaga.
Ese remedio casi providencial no iba a pasar desapercibido para unos hoteleros tan avispados como los de Cancún. De hecho, industria y autoridades se habían preparado para algo peor, pues asumían que el gobierno de Joe Biden podía requerir la prueba PCR, que es mucho más cara y complicada. Esa inquietud tenía como antecedente que varios países de América Latina ya la estaban exigiendo (Colombia, Uruguay, Brasil, Perú), y que Canadá copió la medida a fines de diciembre, con el agravante de una cuarentena obligatoria de 14 días, que ha desplomado los flujos hacia el Caribe mexicano.
Era lógico temer lo peor, pues en Cancún sólo existe una máquina capaz de analizar las muestras PCR y tiene una capacidad muy limitada. Y las plazas que prestan cierto apoyo, Mérida y Chetumal, se encuentran saturadas. Así que, con la mente puesta en los flujos de visitantes, el gobierno estatal logró convencer al grupo Hospiten (o ellos solitos vieron el negocio) de adquirir un laboratorio completo, con capacidad para procesar diez mil muestras diarias de la versión molecular.
En esas estaban cuando apareció la prueba del antígeno. Quién sabe si Hospiten seguirá adelante con sus planes, pero el gobierno estatal se volvió a mover rápido y consiguió un proveedor confiable, la distribuidora Kana Undesa, especialista en importar pruebas rápidas de diagnóstico, que asegura ser capaz de surtir las dosis necesarias, cientos de miles si fuera preciso, a un precio fijo: ocho dólares la unidad.
Para cerrar la pinza, en las últimas 48 horas se llegó a un acuerdo con la cadena Farmacias del Ahorro, que se comprometió, primero que nada, a instalar sobre el Bulevar Colosio una estación de diagnóstico rápido, para que cualquier turista pueda obtener su constancia en su camino al aeropuerto, y después, a poner la prueba a la venta en todas sus sucursales para que pueda ser adquirida por el público en general. En ambos casos, el precio de venta será de 299 pesos.
Los hoteleros fueron todavía más lejos: en rápida sucesión, las principales cadenas (primero AM Resorts, luego Palace, Hard Rock, Xcaret, Posadas y otros) anunciaron que harán la prueba a todos sus huéspedes, a título gratuito, y que si alguno llega a salir positivo le darán hospedaje, también gratis, los 14 días que dura la cuarentena. Con una estrategia tan agresiva, no es ninguna sorpresa que las reservaciones sigan aumentando, y no disminuyendo.
En el entorno de la pandemia, Cancún está demostrando a las claras porqué es el líder del turismo en México.
Recuento de daños
No me siento muy a gusto dándole la razón a Andrés Manuel López Obrador. Estoy convencido de que, si tuviera la improbable oportunidad de discutir con él, trataría de entender su postura y escucharía de buena gana sus alegatos, mientras que él rechazaría de plano los míos, me acusaría de conservador y neoliberal, y a falta de argumentos, se refugiaría en la bobería de que él tiene otros datos.
Eso ha sucedido docenas de veces con otros interlocutores, pero el presidente jamás da su brazo a torcer, mostrando con frecuencia que aún más grande que su ignorancia es su terquedad.
Hoy, sin embargo, voy a hacer caso de la conseja que dice que la verdad es la verdad aun en boca de un judío (es frase bíblica), y me voy a poner de su lado en dos cuestiones. La primera, que no se puede permitir que una empresa privada (léase Facebook y/o Twitter) limite la libertad de expresión que consagran las leyes. La segunda, que el INE no tiene (o no debería tener) el poder para censurar el discurso presidencial, por más que éste esté lleno de improperios, vaguedades y demagogia.
Referente al primer tema, en los últimos días se publicaron muchos comentarios que sostienen que las empresas de comunicación tienen derecho a establecer sus propias reglas de uso, y a descartar a los usuarios que no las acaten. Ese es un argumento falaz, porque las reglas de una empresa no pueden ir contra la Constitución del país. Un restaurante —o un hotel o una aerolínea— no puede rehusarse a tener clientes negros, o a volar judíos ortodoxos, o a recibir parejas gay, y en la misma medida, una empresa telefónica o una red social no puede negarle el servicio a un psicópata sexual o a un neonazi, por la sencilla razón de que estarían violando la ley. Esa misma ley, en todo caso, define los límites a la libertad de expresión (que son inevitables), señalando los casos en que la difusión de un mensaje constituye un delito (la pornografía, la incitación a la violencia, el racismo), para castigar a los infractores en forma rápida y eficaz.
Obvio, como quedó claro en el caso de míster Trump, la pena mayor es la cancelación de las cuentas y el silencio cibernético. Pero esa potestad no puede quedar al arbitrio de la empresa que elabora sus manuales de uso atendiendo al criterio (y a los prejuicios) de sus dueños, y de nadie más.
Ahora bien, parte del problema radica en que la autoridad no puede sancionar a los infractores, por la sencilla razón de que las redes sociales no pueden identificarlos. Los manuales de uso, tan estrictos para castigar al marido de Melania son despreocupados y laxos cuando se trata de abrir una cuenta en la red social, pues los únicos datos que exigen son un nombre, un apellido y un correo electrónico (que pueden ser falsos), y un teléfono celular (que nadie verifica). Así que los promotores del odio pueden operar encubiertos y, si les cierran una cuenta, nada tan fácil como abrir otra.
Vamos al segundo tema, la censura del INE. Aquí el asunto es más espinoso, porque el Instituto se apoya en las leyes federales (incluida la Constitución) que le prohíben al gobierno hacer propaganda de su propia labor durante los procesos electorales (incluso, prohíben que el presidente y los gobernadores hablen de las elecciones).
Tal restricción se adoptó hace un par de décadas, buscando contener los excesos de la era priista, cuando el gobierno inundaba hasta la náusea los medios de comunicación, presumiendo logros (muchas veces falsos) que se supone persuadían a la ciudadanía ignorante de darle su voto al tricolor.
Pero las cosas se fueron al extremo de imponer la famosa veda electoral, que en la práctica paraliza la administración durante muchas semanas. Atendiendo las disposiciones vigentes, los funcionarios no pueden concurrir a actos públicos, no pueden ofrecer ruedas de prensa, no pueden dar entrevistas, no pueden inaugurar obras, no pueden publicar informes, y tienen que dislocar su estrategia de comunicación, a riesgo de ser sancionados (y en el peor de los casos, inhabilitados para desempeñar cargos públicos).
El asunto se complica con el tema de la reelección, lo mismo legislativa que municipal. Si un diputado o un alcalde que se encuentra en funciones hace campaña electoral para quedarse en el puesto, de qué diablos va a hablar sino de sus propios logros. ¿De la teoría de la democracia? ¿De ser y del deber ser? ¿De la paz universal? Por favor, tiene que hablar de lo que hizo, y tiene que hablar bien, de sus logros, con el riesgo de que sus adversarios lo acusen de que miente, o de que exagera, o de que promete mucho y cumple poco, porque esa es la esencia de la contienda democrática.
Confieso mi ignorancia, pero no creo que ningún otro país tenga una ley semejante. En los que más o menos conozco a través de la prensa, los gobernantes hablan de sus logros hasta la víspera de la elección (y la oposición los descalifica). La veda electoral, en mi opinión, es una disposición absurda e inoperante, una torpe censura que va contra el sentido común, al convertir a los gobernantes en delincuentes, sin ningún efecto práctico.
Sin embargo, el INE, que no puede callar a Andrés Manuel, quiere callar a los medios para que no transmitan sus mensajes. En esta ocasión estoy con el presidente: la veda electoral es una ley mordaza, aunque esté contemplada en la Constitución. Y los adversarios del régimen equivocan la estrategia: López Obrador dice tantos disparates en sus mañaneras que la forma más efectiva de exhibirlo es dejarlo hablar.
La vida sigue
Tras una agria disputa familiar, la opinión en contra de varios amigos, un exhorto a la cautela de mi médico de cabecera y la consulta de un par de páginas de Internet, la semana pasada tomé una decisión heroica: ponerme la vacuna Covid tan pronto como sea posible.
El escollo más grande se dio a nivel matrimonial, pues mi mujer se declaró escéptica a las consecuencias del piquete. No sé, dijo, primero póntela tú. Con paciencia digna de mejor causa, le expliqué que ya se la puso Biden, y Boris Jonhson, y Benjamín Netanyahu, a lo mejor hasta Andrés Manuel, que esas personas tienen muy buen nivel de información y no se van a dejar inocular algo peligroso. Pero no se la ha puesto Macron ni Pedro Sánchez ni Justin Trudeau, y Andrés Manuel seguro se va a inyectar agua oxigenada, solo para salir en la foto, replicó.
Mi hermana mayor, aliada incondicional de mi mujer en todas las broncas domésticas, coincidió en el diagnóstico y en el pronóstico: Andrés Manuel es puro cuento. De acuerdo con su versión de los hechos, el presidente no cree que exista el bicho, y su actuación revela que no descarta para nada la teoría de la conspiración, según la cual esta pandemia es un montaje de los poderes oscuros del planeta, que vía el terror tratan de sojuzgar a la humanidad.
Hasta crees en las fotos, me regañó. Luego pasó a reseñar la fingida enfermedad de Donald Trump, al que describió como un gordinflón súper estresado que pesa más de cien kilos. Tú aceptas que se recuperó del Covid en 48 horas, me increpó burlona, para terminar con su sentencia favorita: no seas ingenuo.
Entró al quite mi vecina de enfrente, con una pregunta pertinente: por qué no se ha vacunado ningún político mexicano, aunque sea para poner el ejemplo. Las primeras dosis llegaron a México el 22 de diciembre, hace casi un mes, y ni el presidente, que ya está bien ruco, ni los carcamanes del gabinete ni siquiera los vejetes del círculo íntimo, como Muñoz Ledo o el cavernoso Bartlett, que hace rato pusieron ochenta velitas en su pastel de cumpleaños, han dado su brazo a inyectar. No se te hace sospechoso, me zarandeó.
Mi cuñada la chiquita, que es médico practicante y le va muy bien, pareció arribar en mi auxilio: yo sí me la voy a poner, afirmó, pero en seis meses, porque soy alérgica al polen. Como nadie entendió la lógica de su razonamiento, pasó a explicar que el principal problema de las vacunas son las alergias porque te pueden producir un shock, que si tienes cualquier alergia conocida puedes tener otras desconocidas, y que en todo caso es mejor esperar a que muchos se vacunen, o sea, agarrar de conejillo de Indias a la población en general.
Mi curandero particular, que desde hace años cuida de mis achaques y los mantiene a raya con generosas dosis de buen humor, tampoco se mostró entusiasta con la inyección. En todo caso, me dijo, asegúrate que sea la de AstraZeneca o la de Pfizer. Cómo voy a lograr eso, repliqué, si la van a poner en el Hospital General o en el Seguro, crees que puedo exigir una marca fifí. No sé, replicó sombrío, yo no me pondría la Sputnik (la rusa) ni la CanSino (la china), no les tengo confianza a esos cuates. Contesté que todas las vacunas tienen el aval de la OMS, al menos en teoría. Qué güey eres, sentenció.
Mas también tuve partidarios: mis hijos (que son adultos jóvenes), algún socio en los negocios, dos o tres cuates que están bien informados y, sobre todo, las imágenes de los noticieros de televisión, donde aparecen octogenarios, nonagenarios y centenarios recibiendo su dosis, sin daño aparente. Claro, no es posible descartar una equivocación gigantesca y descubrir en unos meses o en unos años que la vacuna estaba contraindicada, que sus efectos secundarios son letales, que a la corta te deja chueco o lisiado, que a la larga te remite a ultratumba, pero la evidencia en contra es tan abrumadora que ya tomé una decisión irrevocable: me la voy a jugar.
Así que pasando del dicho al hecho me armé con mis ínfulas de periodista, pues como bien se sabe, este es el país de las influencias y sin un amarre jamás se consiguen las cosas, sobre todo las cosas de gobierno. Con esa certeza llamé al Doctor Mandamás de la Zona Norte: me quiero poner la vacuna, le informé, qué tengo que hacer. Ser cuate de Andrés Manuel, me respondió. Jeje, le dije, ya en serio, no soy viejito, pero ya casi, dónde debo ir. En serio, no tengo ni la menor idea, no nos han dado fechas ni lugares, informó. Muchas preguntas se me ocurrieron de golpe: ¿Hay alguna lista? ¿Voy al Seguro con mi hoja rosa? ¿Llevo mi IFE? ¿Dónde me formo? Inscríbete a Morena, replicó, por si las dudas.
Por algo suceden las cosas, dijo mi mujer, yo que tú me aguantaba un rato. Y asegúrate que no te pongan la china, como dice el doctor, remató.
Bueno, la mejor manera de estar seguro es vacunarme ya, porque la única vacuna que ha llegado es la Pfizer, pero me parece alucinante, tercermundista y bananero que nadie le pueda decir al siguiente grupo de riesgo, es decir, a los viejitos o casi viejitos, qué tienen que hacer para recibir su dosis. A menos, claro está, que la estrategia nacional sea sentarse en casa a esperar a que llegue hasta la puerta, jeringas en mano, alguna de las diez mil brigadas de paramédicos que anunció el presidente.
Por lo pronto, yo eso voy a hacer: esperar sentado, listo para arremangarme a la primera indicación, pues debajo de la manga voy a tener, por si se llega a ofrecer, mi credencial de afiliación a Morena.
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