Por KUKULKÁN
A LO LARGO de los siglos, desafiar a la Iglesia Católica ha sido un acto de valentía intelectual, de riesgo político e incluso de martirio. Pero luego llegó Donald Trump… y convirtió la irreverencia en show, la crítica en merchandising, y la herejía en meme. Su más reciente autoproclamación como “el próximo vicario de Cristo”, acompañado de una imagen digna del Photoshop celestial —con tiara papal y mirada beatífica— no es más que una tragicomedia a la Trump: ruidosa, superficial y escandalosamente rentable.
VAMOS por partes, como diría Lutero con sus 95 tesis en mano. Aquel monje alemán desafió a una Iglesia corrupta desde las entrañas de su fe, y por ello fue excomulgado y perseguido. Su rebelión partió la historia del cristianismo en dos. ¿Y Trump? Él no protesta contra la teología ni propone una reforma doctrinal. Él simplemente se disfraza. Literalmente. Es la parodia del reformador sin reforma.
GIORDANO Bruno defendía que el universo era infinito y que Dios no cabía en una sola interpretación. Lo quemaron en la hoguera por pensar demasiado lejos. Trump, en cambio, juega con símbolos religiosos como si fueran utilería de reality show. Nadie lo persigue. Al contrario: lo siguen millones con devoción tuitera. El fuego que enfrenta no es inquisitorial, sino el de los likes y retuits.
GALILEO Galilei arriesgó su vida por mirar al cielo y decir que la Tierra se mueve. Trump mira al cielo para posar como enviado, no del conocimiento, sino de sí mismo. Galileo fue silenciado por demostrar con pruebas. Trump grita sin demostrar nada. Uno cambió la ciencia, el otro apenas cambia de peinado. Nietzsche declaró que Dios había muerto y escribió tratados densos, incómodos, inquietantes. Su crítica al cristianismo era filosófica, radical, casi profética. Trump no ha leído a Nietzsche ni por error. Pero dice, sin decir, que él podría ser el reemplazo de Dios, o al menos su gerente de campaña.
Y CLARO, está Voltaire, ácido, lúcido, brutal. “Aplastad al infame”, gritaba contra el poder eclesiástico, defendiendo la libertad de pensamiento. Él sí sufrió censura, exilio, y aun así logró cambiar la historia intelectual de Europa. Trump, en cambio, aplasta con memes, insulta por reflejo y reduce la crítica a un sketch. Voltaire debatía. Trump… tuitea.
LO QUE TODOS estos hombres tenían —Lutero, Bruno, Galileo, Nietzsche, Voltaire— era una conciencia clara del precio que pagaban por decir lo que decían. Trump, en cambio, no paga precio alguno. Al contrario: capitaliza el escándalo, gana cámara, gana adeptos. Su profanación no nace del conflicto con la fe, sino del hambre de atención. No es hereje: es influencer de lo divino. Y lo más inquietante es que, en este circo, hay quien lo cree. Que se lo toma en serio. Que lo ve de blanco papal y siente que hay un designio detrás del disfraz. Trump no quiere ser Papa para salvar almas, sino para reinar sobre ellas. No predica, pero sí ordena. No confiesa, pero cobra.
EL PROBLEMA no es que se burle de la Iglesia. Eso ya lo hicieron otros, con razones de fondo. El problema es que convierte la burla en campaña y la campaña en dogma. En el siglo XXI, al parecer, no necesitas tesis, ni telescopios, ni tratados. Basta con una imagen editada y una audiencia dispuesta. Y mientras tanto, en algún rincón del universo, Giordano Bruno se revuelca en su tumba. No por la herejía… sino por el nivel.