- Madre peruana gana custodia de hijas reclamadas por su padre de origen canadiense al demostrar que la residencia habitual de las menores, desde 2014, se encontraba en la ciudad de Mérida.
FELIPE VILLA
CIUDAD DE MÉXICO.- La historia podría parecer una más entre tantas que se viven detrás de puertas cerradas, entre pasaportes, acusaciones y promesas rotas. Pero esta, que llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, refleja un drama que atraviesan miles de familias en México y en el mundo: la disputa por la patria potestad de los hijos cuando los vínculos amorosos cruzan fronteras… y luego se rompen.
Todo comenzó como muchas historias modernas: un ciudadano canadiense y una mujer peruana, unidos por el matrimonio, formaron una familia. Sus hijas nacieron en 2010 y 2012 y desde pequeñas recorrieron distintos países. Pero fue en 2014 cuando decidieron instalarse en Mérida, Yucatán. Ahí inscribieron a las niñas en clases extracurriculares, firmaron fideicomisos para adquirir casas y, todo parecía indicar, echar raíces. Mérida se convirtió en su hogar, en su refugio, en su nueva vida.
Hasta que la vida se quebró. En 2018, la madre denunció al padre por violencia familiar. Él se fue a Canadá, y fue entonces cuando la disputa por las niñas dejó de ser personal para convertirse en legal. Desde el extranjero, el padre solicitó la restitución internacional de sus hijas, asegurando que su residencia habitual era Canadá y que habían estado en México sólo de paso, como turistas en una larga vacación.
La madre se negó. Alegó lo obvio: las niñas vivían en Mérida desde hacía años, tenían amigos, escuela, vida cotidiana. No las retuvo, dijo. Simplemente nunca se fueron.
El caso escaló. Primero, una jueza negó la restitución. Luego, un tribunal confirmó la decisión. Finalmente, el padre acudió a la Suprema Corte, cuestionando incluso la constitucionalidad del procedimiento en Yucatán, por no garantizar —según él— una restitución inmediata como marca la Convención de La Haya.
La Corte, sin titubeos, fue clara. El procedimiento en Yucatán no es inconstitucional. Está diseñado para resolver con urgencia y con todas las garantías de debido proceso. Y, sobre todo, para poner por encima de todo el interés superior de las niñas.
Pero más allá del procedimiento, lo que realmente decidió el caso fue un concepto: “residencia habitual”. No se trata de un domicilio momentáneo, ni de lo que diga un pasaporte. Es, dijo la Corte, el lugar donde las personas menores de edad han construido su centro de vida: su escuela, su entorno, sus afectos. Y eso, en este caso, estaba en Mérida.
Las niñas no fueron sustraídas. Vivían en México desde hacía años. Salían por temporadas cortas, pero su vida estaba aquí. No había ningún acuerdo incumplido, ningún permiso que obligara a la madre a regresarlas a Canadá. Y quien decidió abandonar el hogar fue el padre.
Sin embargo, la Corte también entendió que las niñas tienen derecho a su otra mitad, a su historia paterna. Por eso concedió un amparo parcial para que se establezca un régimen de convivencias con sus abuelos y con el padre, siempre que sea saludable para ellas y se resuelva la custodia de fondo.
Este caso no es una excepción. Es apenas una muestra del laberinto que viven muchas familias cuando el amor internacional se convierte en separación transfronteriza. Cuando la ley tiene que entrar a ordenar lo que los sentimientos desordenaron. Cuando el pasaporte se vuelve argumento, y el domicilio, una prueba de arraigo.