Por KUKULKÁN
QUE no nos sorprenda si un día el Nobel de la Paz lo ganan Rambo, Darth Vader o cualquier CEO de una empresa de armas. Porque lo de la paz, en el mundo de los galardones globales, ya parece más una ocurrencia de marketing que un ideal universal. El último episodio de esta tragicomedia lo protagonizan Benjamin Netanyahu —sí, el mismo que anda ocupado justificando ofensivas militares— y Donald Trump, ese incansable promotor del “hazlo tú mismo” diplomático, quien ahora ha sido propuesto como “candidato natural” al premio que se supone, premia la paz.
LEYÓ usted bien, respetable lector: Netanyahu entregó personalmente una carta al Comité Nobel proponiendo a Trump como merecedor del reconocimiento, por su rol en los Acuerdos de Abraham y por lograr, con su siempre delicada diplomacia de testosterona, un alto el fuego en Gaza. Esto ocurrió en la Casa Blanca, en una cena privada. Como si estuviéramos viendo un capítulo de House of Cards, pero con menos sutileza y más bombas.
LA IRONÍA no tarda en hacer erupción. Apenas semanas antes de la postulación, Estados Unidos, con Trump todavía dejando su huella en la política exterior, lanzó 14 bombas “Rompe Banker” sobre instalaciones nucleares iraníes. Cada una de 13.6 toneladas. ¿Y el resultado? Una nominación al Nobel de la Paz. Es como prenderle fuego a una biblioteca y recibir el premio nacional de fomento a la lectura.
PERO lo más revelador no es el acto, sino la naturalidad con la que se realiza. Netanyahu, sonriente, habla de méritos. Trump, complacido, dice que no lo esperaba (aunque ya había dicho que lo merece “cinco veces”). Y el mundo, en una mezcla de indignación y resignación, asiste al espectáculo con el mismo desconcierto que provoca ver a un gato conduciendo un autobús escolar.
LA ESCENA, evidentemente, incendió las redes, los periódicos, las sobremesas políticas. En Europa, expertos en paz —esos que todavía creen que “paz” significa algo más que una pausa entre dos guerras—, alzaron la ceja. En Noruega, Dan Smith y Asle Sveen tacharon la propuesta de cínica; en España, Àngels Barceló fue aún más directa: “un genocida proponiendo a un autócrata enloquecido”. A lo que muchos respondieron: “¿y dónde firmamos esa descripción?”.
FIEL a su estilo monástico, el Comité Nobel, no ha dicho ni pío. No lo hará. Ellos guardan el secreto por 50 años, como si así el polvo de la historia pudiera barnizar de dignidad ciertas decisiones. Porque, ojo, no es la primera vez que se tambalean los principios del premio. Ya lo hicieron al dárselo a Kissinger, arquitecto de golpes de Estado; a Obama, recién desempacado del Capitolio; o a Arafat, cuyas credenciales de pacifista eran tan ambiguas como sus discursos.
CON la nominación de Trump, lo que queda claro es que el Nobel de la Paz ya no es lo que era. Y quizá nunca lo fue. Tal vez lo que premiamos no es la paz, sino la narrativa más convincente. La capacidad de convertir una ofensiva en un gesto de contención. El don de presentar una bomba como un ramo de flores. Y es que si algo ha logrado esta candidatura es exponer, con toda su crudeza, la decadencia simbólica del premio.
LO QUE fue creado para honrar la paz entre naciones hoy parece inclinarse ante la geopolítica del espectáculo, donde lo simbólico vale más que lo sustancial. Así que, mientras el Comité guarda silencio y Trump ensaya su discurso de aceptación (“lo merezco cinco veces”), el resto del mundo asiste al show, esperando que, al menos esta vez, el telón caiga antes de que el Nobel se convierta, oficialmente, en el “Oscar a la mejor ficción diplomática”.