Por KUKULKÁN
EN EL AMPLIO y surtido catálogo de “usos y costumbres” de la política mexicana, el tráfico de influencias ocupa lugar estelar, casi de patrimonio cultural. Ese arte de hacer una llamadita, mover unos hilos, decir “oye, es mi cuate”, y ¡voilà!, el restaurante sigue operando sin sanciones, la gasolinera sigue vendiendo litros de a menos y el ciudadano común, como siempre, a tragar bilis.
LA ÚLTIMA escena de esta tragicomedia fue cortesía del flamante titular de la Profeco, Iván Escalante Ruiz, quien con admirable temeridad reveló ante diputados que funcionarios y legisladores de Morena (sí, del partido de la regeneración moral) trataron de meter mano para evitar sanciones contra dos negocios abusivos. Uno de ellos, una gasolinera —esa industria donde la honestidad y el octanaje rara vez coinciden— y otro, un restaurante. Nada como un buen filete con impunidad al punto.
¿Y QUÉ DIJO la presidenta Claudia Sheinbaum? Con rostro de firmeza y voz presidencial sentenció: “No debe haber tráfico de influencias de ningún tipo en ningún gobierno”. Aplausos grabados, por favor. Pero al preguntarle si conocía los nombres de los influyentes morenistas, la respuesta fue digna de telenovela: “Eso le corresponde al titular de la Profeco”. Ah, la clásica: “yo no fui, fue Teté”. El asunto, por si alguien aún cree en los Reyes Magos institucionales, no se trata de si se concretó la gestión o no.
EL SOLO intento de influir para beneficiar a un negocio infractor ya es tráfico de influencias, aunque se disfrace de “ayuda entre amigos”. No importa si la llamada fue breve o si el operador del poder sólo quería “dialogar”. En un país donde el 38 % de la población cree que el tráfico de influencias es pan de cada día, según Parametría, lo que realmente indigna es la naturalidad con la que se asume esta práctica. Y es que a pesar de estar tipificado en el Código Penal Federal —con penas de 2 a 6 años, y hasta 14 si prospera la iniciativa del PAN—, sigue siendo tan común como el mal café en las oficinas públicas.
Y MIENTRAS la Profeco presume que “tiene dientes”, los influyentes políticos andan repartiendo enjuagues de impunidad. ¿Qué clase de bestia jurídica es esta donde los colmillos están, pero no muerden porque el bicho está blindado con fuero? Porque sí, aunque Escalante decidiera ir más allá y denunciar a los responsables, el fuero político es el escudo de los influyentes, la armadura del influyentismo.
NO ES que se necesiten más leyes —ya tenemos varias—, es que nadie se atreve a usarlas cuando los nombres en la lista pertenecen al partido en el poder.
ASÍ QUE mientras Sheinbaum dice que en su gobierno no se permitirá el tráfico de influencias, su propio aparato está salpicado por las goteras de la vieja política que supuestamente vinieron a erradicar. Y aquí viene la cereza del pastel: el mensaje de la presidenta fue tan claro como un pantano. “No puede haber tráfico de influencias. Ni de familiares, ni de amigos lejanos”. Y remata diciendo que su familia tiene prohibido hablar con servidores públicos… salvo en cumpleaños. Faltó agregar: y también cuando hay que salvar un contrato millonario o interceder por un primo incómodo.
ESTE país está harto de ver cómo se aplica la ley con lupa para unos y con anteojeras para otros. Hartos de saber que, mientras a un tianguista se le multa por no poner precios visibles, un hotel de lujo recibe llamadas salvadoras desde el Congreso. El influyentismo no es un virus: es una epidemia estructural. Y como cualquier enfermedad social, no se cura con declaraciones en mañaneras ni con frases de postal. Se ataca con voluntad política real, con castigos ejemplares, con nombres y apellidos en denuncias, no con evasivas. Porque, estimados lectores, si seguimos permitiendo que el tráfico de influencias sea la autopista del poder, lo único que nos espera es más baches de injusticia y más casetas de impunidad.