Por KUKULKÁN
POR MOMENTOS, parecía el guion de una telenovela de Azteca: el líder populista, caído en desgracia, huye en secreto a Cuba —porque claro, ¿dónde más podría esconderse un político de izquierda en el imaginario conservador?— para escapar de una “inminente” investigación del gobierno de Estados Unidos. Sólo faltó que dijeran que lo vieron compartiendo mojitos con Raúl Castro en una playa secreta. Siempre tan creativa cuando se trata de inventar complots, la derecha mexicana volvió a hacer el ridículo. Sí, otra vez. O, como diría el propio AMLO: “¡Tengan para que aprendan!”.
DURANTE ocho meses, desde su retiro a la Quinta de Palenque, Andrés Manuel López Obrador se mantuvo en un silencio casi monástico. Ni una entrevista, ni un tuit, ni un videíto de “La Mañanera desde el mango”. Y bastó ese silencio para que los profetas del apocalipsis, esos que todavía sueñan con el PRIAN como potencia mundial, entraran en modo histeria.
¿Y QUÉ hicieron? Se lanzaron a los medios a declarar que AMLO estaba prófugo. Ricardo Alemán, siempre listo para el melodrama, escribió en La Otra Opinión que el tabasqueño había huido a Cuba el mismísimo día en que Trump regresaba a la Casa Blanca. ¡Qué coincidencia tan conveniente! Lo vinculó con el narco, con los rusos, con el mismísimo diablo si le hubieran dado otra columna. Su fuente: su imaginación y, por supuesto, una “investigación” del New York Times que nunca dijo lo que él interpretó.
QUIEN no se quedó atrás fue Simón Levy, ese exfuncionario transformado en oráculo de teorías conspirativas. Primero “insinuó”, luego “aclaró” y finalmente “confirmó” en redes sociales que un expresidente mexicano —guiño, guiño— estaba siendo investigado por las autoridades gringas. ¿Pruebas? Ninguna. ¿Impacto? Más memes que credibilidad.
LA CASA Blanca tuvo que salir a aclarar que no hay ninguna investigación contra AMLO. Lo dijo con todas sus letras John Kirby, portavoz del Consejo de Seguridad Nacional. Pero a la oposición mexicana, cuando se le mete una ficción en la cabeza, no la suelta ni con evidencia, ni con lógica, ni con un video del susodicho bailando salsa en el Zócalo.
Y ASÍ llegamos al domingo 1 de junio. Palenque, Chiapas. Casilla especial 951. Aparece López Obrador, con guayabera blanca, sereno, más delgado y visiblemente feliz. Vota, saluda, habla con los medios y, con una sonrisa que a más de uno le debió causar urticaria, dice: “Me da mucho gusto vivir en un país libre y democrático”.
NADA de exilio, nada de fuga, nada de Cuba. El expresidente estaba exactamente donde dijo que estaría: escribiendo un libro sobre la grandeza cultural de México. ¿Y cuándo lo veremos? “Muy pronto, muy pronto… en diciembre”. O sea, prepárense, porque el tabasqueño no sólo no se fue, sino que viene con otro volumen bajo el brazo. Y no será ficción.
LA ESCENA fue una bofetada con guante blanco para quienes ya lo imaginaban en una celda del FBI o escondido en un búnker caribeño. La realidad, como siempre, arruinó la fantasía de los agoreros del desastre. En el tablero político, esta aparición fue más que simbólica. Fue una reafirmación silenciosa de poder. Porque mientras la derecha seguía haciendo teorías de sobremesa, AMLO simplemente salió, votó, habló… y se fue. Pero ojo: el oso ya quedó grabado. Y esta vez, no fue AMLO quien hizo el ridículo. Fue la oposición, que volvió a probar que la desesperación no sólo nubla el juicio… también da pena ajena.