Por KUKULKÁN
POR FIN Japón, ese país donde el orden y la jerarquía son casi religión, decidió romper —a su manera— el molde. Sanae Takaichi, la nueva presidenta del Partido Liberal Democrático y virtual primera ministra, se convertirá en la primera mujer en gobernar Japón. Pero antes de que el feminismo global descorche sake y declare victoria, conviene leer la letra pequeña: Takaichi no es una revolución, es una restauración con falda.
SU HISTORIA personal podría inspirar a cualquiera. Nacida en 1961 en la prefectura de Nara, hija de un empleado de Toyota y de una policía, estudió con dificultad porque sus padres le prohibieron mudarse a Tokio. Rechazó la idea de quedarse en casa, se graduó en Administración de Empresas en la Universidad de Kobe y luego se forjó en el Instituto Matsushita de Gobierno, cantera de cuadros conservadores.
EXBATERISTA de heavy metal, motociclista, economista disciplinada y cuidadora de su marido enfermo, Takaichi encarna la mezcla japonesa perfecta entre rigor, mística del deber y una pizca de idolatría nacional. Conservadora hasta la médula, defensora de los valores tradicionales, opuesta al matrimonio igualitario y a que las mujeres accedan al trono imperial, llega para confirmar que en política, el género no siempre define la agenda.
SU ASCENSO, sin embargo, marca un punto de inflexión histórico: Japón, la tercera economía del mundo, tiene ahora a una mujer en la cumbre. Una “dama de hierro” al estilo oriental, más cercana a Margaret Thatcher que a Jacinda Ardern. Y aunque su tono parece templado por la cortesía nipona, su fondo es de acero: pretende revisar el Artículo 9 de la Constitución —el que prohíbe tener un ejército formal—, reforzar el gasto militar y reposicionar a Japón como potencia defensiva frente a China.
EL CAMBIO sin cambio. Comparada con sus predecesores —Kishida, Suga o el omnipresente Shinzo Abe—, Takaichi no representa un giro de timón, sino una versión endurecida del mismo modelo. Continuará con el “Abenomics” (estímulos públicos, nacionalismo económico y disciplina fiscal), pero lo hará bajo una narrativa de “crisis” y “renacimiento”. En lo social, el mensaje es aún más claro: el país puede tener una mujer al mando, pero no muchas más en la mesa de decisiones.
DONDE su antecesor Abe abrió una rendija para hablar de equidad de género (aunque nunca la cumplió), Takaichi cierra la puerta con llave y dice: “yo llegué por mérito, no por cuotas”. En suma, el techo de cristal japonés se rompió, pero los trozos se quedaron en el suelo, brillando más como advertencia que como inspiración. El caso japonés no está solo.
CADA vez que una mujer llega al poder, la prensa corre a celebrarlo como un avance histórico, aunque la ideología de la elegida muchas veces contradiga las banderas del feminismo que la enarbolan.
UNA COMPARACIÓN gráfica entre Takaichi y Sheinbaum es la de dos polos del mismo siglo. En un extremo, Claudia Sheinbaum, la física mexicana convertida en presidenta, habla de redistribución, justicia social y empoderamiento femenino desde la izquierda. En el otro, Sanae Takaichi, la economista japonesa que promete disciplina, defensa y orgullo nacional desde la derecha. Una apuesta por el Estado protector; la otra, por el Estado guardián.
AMBAS, sin embargo, comparten un reto monumental: ser mujeres en el poder sin ser devoradas por él. Sheinbaum gobierna con la sombra de López Obrador sobre el hombro; Takaichi con el fantasma de Shinzo Abe a sus espaldas. La primera busca demostrar que una mujer puede transformar el sistema; la segunda, que puede dominarlo.
EPÍLOGO venenoso: Japón necesitó más de siete décadas de democracia para tener una mujer al frente. Pero no lo hizo por convicción, sino por conveniencia: el LDP busca un rostro nuevo con discurso viejo. Sanae Takaichi es el refresco frío en una botella de sake añejo: luce diferente, pero sabe igual. Quizá en Tokio celebren el símbolo; el resto del mundo, la contradicción. Y mientras el feminismo global aplaude el ascenso de una nueva líder, la serpiente sonríe desde su nido: no todas las victorias de las mujeres son victorias del cambio.