POR KUKULKAN
HEROÍNA de la toga blanca y el fuero dorado, Norma Piña ha vuelto a escena. La expresidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación —esa cúpula de mármol donde la justicia llegaba sólo con cita y apellido compuesto— se aventó tremenda confesión en público: ella y sus compañeros ministros “hicieron todo lo posible” para detener la reforma judicial. ¡Qué ternura! Uno pensaría que lo dice con vergüenza, pero no. Lo dijo con el orgullo de quien presume haber defendido la última trinchera de los privilegiados.
SEGÚN la ministra en retiro, la “tormenta perfecta” que permitió que la reforma pasara se debió a la “sobrerrepresentación” de Morena en el Congreso. Es decir, para Piña, el pecado no fue que el Poder Judicial llevara décadas sirviendo a los poderosos, sino que el pueblo votó demasiado. ¡Qué atrevimiento de las urnas! En su lógica, la democracia es peligrosa cuando interfiere con los beneficios del club judicial.
SEAMOS serios: mientras los ex ministros lloran por su “independencia perdida”, todavía hay ciudadanos que siguen esperando justicia en los pasillos empolvados de juzgados y tribunales, donde el rezago de expedientes dormía siestas por décadas y las resoluciones despertaban sólo cuando había billete de por medio. Eso es lo que realmente Piña salió a defender con la nostalgia de haber perdido sus sueldos y prestaciones estratosféricas de que gozaron con manga ancha.
SIN RUBOR, ahora Norma Piña reconoce que “hicieron todo” para detener la reforma: conferencias, entrevistas, foros académicos, marchas con toga y pancarta. Todo, menos hacer justicia. En vez de limpiar la casa, se parapetaron tras la fachada del “equilibrio de poderes” para impedir cualquier intento de cambio. Y es que, en su mundo, “independencia judicial” significa impunidad garantizada.
Y TODAVÍA se atreve a hablar del “debilitamiento del Poder Judicial”. ¿De cuál debilidad habla? ¿De los jueces que heredaban plazas a sus hijos? ¿De los magistrados que vendían amparos al mejor postor? ¿O de los ministros que blindaron a políticos y empresarios con resoluciones hechas a la medida? El poder judicial no se debilitó con la reforma; se desnudó. Y cuando el velo cayó, quedó a la vista la podredumbre: nepotismo, corrupción y una casta que confundió la toga con un escudo de inmunidad eterna.
IRÓNICAMENTE Piña insiste en que fueron “juzgadores incómodos para el poder”. ¿Incómodos? Tal vez para los ciudadanos que nunca lograron que un juez los escuchara sin pedirles un soborno o una recomendación. Porque para los poderosos, el Poder Judicial siempre fue un spa: relajante, costoso y reservado sólo para clientes selectos.
EMOCIONADA la ministra en retiro recordó cómo “vio desde el edificio del Consejo de la Judicatura” la marcha de estudiantes de Derecho que los “acompañaron”. Qué conmovedor. Lástima que a esos jóvenes aspirantes a litigantes no les advirtieron lo mal pagados que son como profesionistas y que los tribunales parecían más un mercado de influencias, donde la justicia costaba muy caro.
LO QUE Piña llama “ataque al Poder Judicial” fue, en realidad, el primer intento serio de quitarle el blindaje a una institución que se creyó intocable. Una institución que se volvió experta en proteger a corruptos, exfuncionarios y empresarios colmilludos, mientras los ciudadanos comunes se ahogaban entre copias certificadas y citas diferidas.
AHORA resulta que la reforma judicial —apoyada por una mayoría legislativa legítimamente electa— es un “asalto a la independencia”. Pero cuando la Corte tumbaba leyes votadas por millones, ahí sí no había problema. Entonces, ¿de qué independencia hablan? ¿De la independencia del pueblo o de la independencia de rendir cuentas?
NORMA Piña dice que “le gustaría recuperar la independencia judicial”. Nosotros también, ministra, pero no la suya. No esa independencia que huele a privilegio, a compadrazgo y a toga manchada. Queremos una justicia que llegue a todos, no sólo a los de siempre. Una justicia que no se venda ni se herede. Porque si algo demuestra su confesión es que sí, hicieron todo lo posible… pero para que nada cambiara. Y aun así, el cambio llegó. Eso, ministra, se llama justicia poética.




