El infierno negado: La crisis penitenciaria en México

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José Réyez

México tiene una de las poblaciones penitenciarias más grandes del mundo: más de 210,000 personas privadas de la libertad.

Detrás de esta fría estadística se esconde un sistema en colapso, un infierno administrado por el Estado que, lejos de cumplir con su función de reinserción social, se ha convertido en una fábrica de dolor, enfermedad y muerte social.

El exhaustivo trabajo de Elena Azaola, investigadora del CIESAS, no sólo nos ofrece números, sino que nos obliga a mirar a una realidad que preferimos ignorar.

El panorama es desolador. A pesar de una reducción en la población total entre 2014 y 2019, una tercera parte de los 298 centros penitenciarios del país sufre un hacinamiento crítico, con sobrepoblaciones de hasta el 300%.

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Esto se traduce en espacios insalubres, sin mantenimiento, donde los servicios más básicos –agua potable, alimentación, salud– son escasos o de pésima calidad. La responsabilidad de la supervivencia recae, cruelmente, en las familias de los internos, principalmente mujeres, que deben costear lo que el Estado omite.

El problema se agravó con la pandemia. Mientras países como Irán o Turquía liberaron presos para prevenir contagios, en México la población penitenciaria aumentó un 6% entre 2019 y 2020.

El resultado fue previsible: la tasa de mortalidad por Covid-19 dentro de las prisiones (155 por cada 100 mil) triplicó a la nacional. La emergencia sanitaria sólo vino a desnudar una crisis estructural de décadas.

Uno de los mayores flagelos es el uso excesivo de la prisión preventiva. En América Latina, cerca del 70% de los reclusos están en espera de sentencia, frente a un 30% global.

En México, esta cifra es aún más alta para las mujeres (50%). Estas personas, en su mayoría pobres y con defensa legal insuficiente, ingresan a un limbo jurídico. Una vez dentro, la probabilidad de quedarse es altísima.

Esto crea lo que la académica Fiona Macaulay, citando a Giorgio Agamben, llama “espacios de excepción”: lugares donde uno está sujeto a la ley, pero desprovisto de su protección.

La consecuencia es la pérdida del control estatal. Según la CNDH, el 60% de los centros penitenciarios está, en mayor o menor medida, en manos de grupos criminales.

Los internos se organizan bajo sus propias reglas, desde la ayuda mutua hasta la extorsión y el reclutamiento forzado, como ha ocurrido en numerosas tragedias con decenas de muertos.

El costoso fracaso de la privatización

En la década pasada, bajo el argumento de la “Guerra contra las Drogas”, se construyeron megapenales con participación de la iniciativa privada, adoptando acríticamente el modelo estadounidense de “super máxima seguridad”.

Hoy, 8 de los 17 centros federales son administrados bajo este esquema. El costo es escandaloso: 3,000 pesos diarios por interno, frente a los 200-300 pesos de un centro estatal. Peor aún, el gobierno paga por el 100% de la capacidad instalada, aunque la ocupación sea solo del 60%.

Estos centros se caracterizan por imponer un régimen de segregación o aislamiento extremo: 22 o 23 horas al día en una celda. La ONU, en las Reglas Mandela, considera que este confinamiento por más de 15 días es “trato cruel, inhumano y degradante”.

Estudios científicos y la propia Corte Suprema de EE.UU. han alertado que produce ansiedad, pánico, paranoia, alucinaciones y una “muerte social” que deshumaniza por completo al individuo.

Es un régimen que destruye cualquier posibilidad de reinserción y que, en México, se aplica a poblaciones que ni siquiera cumplen el perfil de alta peligrosidad, muchas veces por simple falta de personal.

La crisis no sólo golpea a los reclusos. El personal penitenciario –custodios, técnicos, jurídicos– realiza una labor riesgosa, tediosa y de alto estrés, en un absoluto desprecio social e institucional.

En testimonios recogidos por Azaola, se describen a sí mismos como “el patio trasero del sistema federal”, “el patito feo”, “prescindibles y desechables”.

Carecen de uniformes, de estabilidad familiar, de reconocimiento y de salarios dignos. Esta “moral insult”, como lo define Luis Cardoso de Oliveira, genera resentimiento y desmoralización, socavando desde dentro cualquier intento de profesionalización y buen trato.

Hacia una reforma con rostro humano

La lista de problemas es larga, pero también lo es la de soluciones posibles. Azaola propone un paquete urgente de 16 medidas de política pública. Entre las más críticas están:

  1. Reformar los códigos penales para un uso racional y proporcional de las penas.
  2. Reducir drásticamente la prisión preventiva.
  3. Erradicar el hacinamiento y mejorar la infraestructura básica.
  4. Prohibir el régimen de aislamiento prolongado.
  5. Recuperar el control real de los centros en manos del crimen.
  6. Dignificar la vida de reclusos y personal, promoviendo trabajo, educación y salud.
  7. Crear observatorios ciudadanos y sistemas de rendición de cuentas.

El sistema penitenciario mexicano es un espejo deformante de nuestra sociedad: refleja nuestra indiferencia, nuestra desigualdad y nuestra fallida apuesta por el castigo puro y duro como solución.

Mientras se sigan destinando recursos desproporcionados a las fuerzas armadas y recortando el ya exiguo presupuesto de readaptación social, como reporta el gobierno, esta bomba de tiempo seguirá su cuenta regresiva.

No se trata de ser blandos con el crimen, sino de ser inteligentes y humanos con la justicia. Una cárcel que sólo enferma, corrompe y mata, no nos protege: nos condena a todos. Es hora de mirar al infierno que hemos creado y decidir cambiarlo.

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