Por KUKULKÁN
EN MÉXICO, la justicia se está poniendo máscara, literal y figurativamente. A partir de la reforma constitucional aprobada en octubre, los jueces encargados de casos espinosos podrán ocultar su identidad. Y mientras algunos ya se frotan las manos, otros aseguran que esta medida es para “protegerse” en un país donde, dicen, la justicia los tiene contra la pared. Claro, porque cuando liberan a algún pez gordo del narco o a un capo menor de la delincuencia organizada, el pretexto de “me amenazaron con ir contra mi familia” ha sido la justificación preferida. Ahora, con los flamantes jueces sin rostro, ¿a quién rendirán cuentas?
HAY QUE DECIRLO: en México, los jueces han estado entre la espada y la pared desde hace tiempo. ¿Quién no recuerda a Vicente Antonio Bermúdez Zacarías, el juez que se metía en la boca del lobo al procesar a Joaquín “El Chapo” Guzmán y que fue asesinado mientras hacía ejercicio en Metepec? O Uriel Villegas Ortiz, juez que también le pisó los talones al Cártel Jalisco Nueva Generación y acabó ejecutado junto a su esposa en su propia casa. Nadie en su sano juicio podría negar que los jueces mexicanos, en muchos casos, enfrentan verdaderos riesgos, y para aquellos que realmente están jugándose la vida, la figura del anonimato podría representar una protección tan mínima como un paraguas en un huracán.
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SIN EMBARGO, en un país donde la impunidad es un deporte nacional, ¿qué tanto ayudará el anonimato a resolver las malas prácticas del sistema judicial? Ahora, los jueces podrán ampararse no sólo en la protección de la ley, sino en su invisibilidad para actuar “a su discreción”. Lo que antes era una pregunta incómoda (“¿Por qué lo soltaste?”), ahora quedará en el misterio, pues nadie sabrá siquiera quién estaba detrás de esa decisión. En un sistema tan vulnerable a los “errores procesales” y las puertas giratorias, la transparencia era uno de los pocos anclajes que mantenían a raya a quienes consideran que la toga y el mazo son una extensión de su cartera.
NO ES SÓLO cuestión de transparencia, sino de imparcialidad. Que la familia y la vida de los jueces estén en peligro es un argumento poderoso para cualquier decisión judicial; sin embargo, con esta nueva figura, será fácil deslizarse entre el miedo real y el pretexto conveniente. Al final, el poder de esconder el rostro es también el poder de actuar sin consecuencias visibles. Imaginen el escenario: un capo es liberado porque “faltó una coma en el expediente” o porque “los elementos eran insuficientes”; ¿cómo cuestionar esa decisión si no hay un rostro visible detrás? ¿A quién llamará la prensa, a quién citarán las asociaciones de derechos humanos para pedir explicaciones?
ALGUNOS aplauden la medida: “Por fin, seguridad para nuestros jueces”. Otros, como la ONU y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, levantan la ceja con desconfianza. Y es que los jueces sin rostro en otros países no siempre fueron la panacea. En Colombia, en los años 80, la práctica llevó a encarcelar a varios capos, pero también a un sistema donde la opacidad creció como hierba mala. En Perú, la misma medida ayudó a procesar a terroristas de Sendero Luminoso, pero también a sembrar dudas sobre la legitimidad de los procesos. Y en México, donde el poder del crimen organizado es omnipresente, el riesgo de que esta figura se use para disfrazar favores o venganzas no es menor.
QUIENES están a favor argumentan que los jueces anónimos tendrán, por fin, la tranquilidad de trabajar sin miedo. Pero aquí va una pregunta para quienes creen que esto es el remedio: ¿y los inocentes? En un sistema donde el crimen organizado infiltra hasta los niveles más altos, ¿quién garantiza que un juez anónimo no sea también cómplice anónimo? La justicia, al igual que los políticos, ha probado ser sorprendentemente maleable. Y si antes algunos jueces podían argumentar “me amenazaron”, ahora podrán decir “nadie me vio” cuando decidan actuar en favor de los poderosos.
PARA la sociedad, esto puede significar un golpe bajo a la credibilidad. Es cierto, vivir sin miedo es un derecho de todos, jueces incluidos, pero también es un derecho de la sociedad tener una justicia clara y abierta. Al final, la justicia sin rostro nos deja con una duda perenne: ¿a quién se le teme más, al crimen o a la justicia? Porque en un país donde tantas veces el juez y el ladrón parecen ir de la mano, ahora, con el anonimato, será aún más difícil distinguirlos.