La UNAM afina criminalización de la protesta

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ZÓSIMO CAMACHO

La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha sido históricamente baluarte de la libertad de expresión y el pensamiento crítico. En su seno se han gestado infinidad las luchas y transformaciones sociales, casi siempre a contracorriente de un sistema político profundamente autoritario. Baste recordar, por sólo mencionar algunos, los movimientos sociales de 1968, 1971, 1986, 1987 y 1999-2000, que repercutieron en toda la sociedad mexicana.

En muchos sentidos, la UNAM ha sido la conciencia del país, gracias a la pluralidad de su pujante comunidad compuesta por tres sectores: estudiantil, académico y trabajador.

El espíritu de libertad que se vive en su campus central, Ciudad Universitaria, y sus sedes en distintas partes de la República, florece en investigaciones científicas de vanguardia, movimientos culturales universales y en la formación de cientos de miles de alumnos que han pasado por sus aulas. Como parte de su naturaleza, es una caja de resonancia de las aspiraciones de justicia social y emancipación de los pueblos de México.

Las luchas de carácter político y social, sin embargo, han implicado altos costos para la comunidad universitaria en su conjunto y, particularmente, varias generaciones de jóvenes (hombres y mujeres), activistas con sueños de revolucionar sus realidades: desde expulsiones y campañas de desprestigio hasta, en la época de la Guerra Sucia y el Terrorismo de Estado, asesinatos ejecutados por esbirros de la Brigada Blanca en jardines y pasillos.

Salvo honrosas y admirables excepciones, las autoridades de la Universidad no han estado a la altura de su comunidad. Generalmente, la Rectoría –y con ella, los demás órganos de gobierno– ha estado ocupada por políticos serviles al viejo régimen: fanáticos del neoliberalismo como José Sarukhán y Francisco Barnés o militantes priístas como José Narro, por sólo citar algunos casos.

De las excepciones es importante destacar al sociólogo Pablo González Casanova y al ingeniero Javier Barros Sierra. Nunca se hizo realidad que asumiera la rectoría otro académico con alto respaldo de la propia comunidad, el abogado Luis Javier Garrido Platas, quien falleció en 2012.

Las autoridades universitarias, los gobiernos en turno y el alto sector empresarial siempre han querido poner coto a libertad y pluralidad de la UNAM. Unos, por mero control político. Otros, por razones ideológicas. Unos más, por negocio. Siempre se han topado con una comunidad que rechaza tales intenciones.

Resulta preocupante la más reciente intentona, que asaltó la vida universitaria el pasado primero de abril. El Consejo universitario aprobó reformas al Reglamento del Tribunal Universitario para imponer sanciones inmediatas de suspensión o expulsión contra actos vandálicos y narcomenudeo en sus instalaciones.

La medida resulta hipócrita. ¿Quién podría oponerse a combatir la delincuencia y el vandalismo en las aulas? El diablo está en los detalles, y en este caso, los detalles revelan una peligrosa ambigüedad que podría convertirse en un arma contra la protesta estudiantil legítima.

¿Dónde queda la línea entre un “acto vandálico” y un “desorden” durante una manifestación? El académico u consejero universitario Ambrosio Velasco lo advirtió con claridad: sin definiciones precisas, cada autoridad universitaria podría interpretar a su conveniencia qué constituye vandalismo y qué es simplemente protesta. En un país donde el Estado ha criminalizado históricamente la disidencia, esta reforma podría ser la puerta abierta para reprimir, bajo el pretexto del orden, a quienes alcen la voz.

Más aún, ¿quién garantiza que no se expulsará a un estudiante por romper un vidrio durante una marcha, mientras se ignora el acoso laboral, la corrupción en las estructuras universitarias y los insultantes altos sueldos de la llamada “burocracia dorada”?

La UNAM debe proteger a su comunidad, pero no a costa de su esencia crítica. Si la máxima casa de estudios opta por el autoritarismo disfrazado de disciplina, ¿qué le queda al resto del país? La verdadera reforma no debería ser castigar, sino entender. Una universidad que prefiere la mano dura al diálogo, tarde o temprano, deja de ser universidad.

Se aprobó la reforma punitiva como siempre, a espaldas de la comunidad universitaria. La voz de alerta corrió por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales que, luego de asambleas estudiantiles, se movilizó para, incluso, realizar cortes intermitentes a la circulación en la avenida Insurgentes.

En una semana se movilizaban ya estudiantes de las facultades de Arquitectura, Ingeniería, Artes y Diseño, Economía y se incorporaba Ciencias. Por ello, la Comisión de Legislación del Consejo Universitario emitió un comunicado este 9 de abril para informar que “acordó, por unanimidad, la eliminación del artículo 15 del Reglamento del Tribunal Universitario, en atención a las inquietudes expresadas por diversas voces de nuestra comunidad”.

Sin embargo, tal determinación ahora debe ser aprobada por el Consejo Universitario en su próxima sesión. Es decir, la comunidad no está a salvo y, si deja de movilizarse, la intentona se convertirá en hecho consumado.

Antes de pensar en apretar las medidas punitivas o “disciplinarias”, la Universidad debería transformar y democratizar sus órganos de gobierno. De lo contrario, sólo se le estarán concediendo más herramientas de represión política y criminalización de la protesta a los grupos que tiene el poder desde hace cinco décadas.

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