POR KUKULKAN
EN MÉXICO, donde la justicia siempre parece llegar tarde, cansada y con muletas, uno pensaría que al menos viene acompañada de un mínimo de pudor. Pero no. El país amanece ahora con la posibilidad —muy seria, muy legal, muy cuidadosamente empacadita en papel de burocracia fina— de que Javier Duarte, el exgobernador que convirtió a Veracruz en un laboratorio de corrupción a escala industrial, pueda salir de prisión antes de tiempo gracias a algo que en cualquier otro contexto sonaría a chiste cruel: buena conducta.
ESCUCHÓ muy bien apreciable lector, buena conducta. Esa frase que uno esperaría asociar con un recluso que aprendió a bordar servilletas o a dar talleres de reinserción, no con alguien cuyo gobierno dejó un hoyo financiero que aún resuena en los bolsillos de los veracruzanos. Pero así es la ley, nos dicen con solemnidad. La misma ley que reclasificó delitos, redujo castigos y convirtió un caso emblemático de corrupción nacional en una condena de nueve años que, a estas alturas, ya parecería demasiado larga para algunos tribunales.
SEGÚN el expediente, Duarte ha cumplido más del 90% de su sentencia y ha sido un interno modelo, disciplinado, tranquilo, casi un monje benedictino de la readaptación social. Y si la norma lo permite, pues que salga, ¿no? Esa es la narrativa de su equipo de abogados y de la jueza que lleva el caso. La misma que se repite con voz monocorde mientras en Veracruz todavía se cuentan las escuelas sin techos, los hospitales sin medicinas y los fantasmas de las “empresas fantasma” que hicieron famoso su sexenio.
Y AQUÍ es donde viene el punto fino, el que en el Nido de Víboras no podemos ignorar: ¿qué significa “buena conducta” para un político que saqueó a un estado entero? ¿Basta con portarse bien dentro de la cárcel para desactivar el daño que dejó fuera? ¿La readaptación social también aplica para cuentas bancarias nunca aclaradas, beneficiarios desconocidos y fortunas que, casualmente, florecen bajo climas europeos? Porque mientras el exgobernador acumula puntitos de conducta en prisión, su esposa, Karime Macías, aparece en fotografías viviendo una vida bastante holgada y despreocupada del drama familiar.
PARECIERA que Europa le sienta bien: calles limpias, tiendas de lujo, cafés sin sobresaltos. No se le ve precisamente en plan de “empezar de cero”, como suelen decir los comunicados de abogados con vocación de poetas. Ahora imagínese usted la escena: Duarte caminando hacia la libertad después de casi nueve años, saludando a la prensa con esa sonrisa suya que siempre se debatía entre la burla y la suficiencia. Aplausos de sus defensores, indignación de sus críticos, y él, muy probablemente, tomando aire fresco mientras piensa en el menú del reencuentro europeo.
Y ES QUE si algo ha demostrado la historia política mexicana es que el dinero –amasado vía corrupción– no caduca, sólo se muda de país. Por supuesto, habrá quienes defiendan su salida. Que la ley es la ley, dirán. Que sí cumplió el tiempo, pues ya. Y tienen razón: la legalidad es la legalidad. Pero la indignación social también lo es. Y el desencanto que provocan estos “beneficios” penitenciarios no se resuelve con tecnicismos jurídicos ni comunicados de prensa.
LO INDIGNANTE es que mientras cualquier ciudadano promedio puede pasar años atrapado en procesos por delitos menores, a los grandes protagonistas de la corrupción mexicana la puerta se les abre con una facilidad envidiable, siempre bajo la misma excusa: “procedió conforme a derecho”. La lectura de este caso rebasa a un solo personaje. Habla de un sistema que no sabe qué hacer con sus culpables, que castiga sin convicción y redime sin vergüenza. Que encierra a los peces gordos lo justo para tranquilizar a la opinión pública y los libera cuando ya nadie les recuerda el olor, aunque en Veracruz lo recuerdan mucho.
LA POSIBLE salida de Duarte no sólo revive viejos agravios, sino que refuerza una sospecha nacional: en México, la cárcel sirve para purgar, pero también para esperar. Esperar a que el tiempo pase, a que los delitos prescriban, a que la memoria se diluya, a que las fortunas sigan produciendo intereses. Y cuando ese día llega —como parece estar llegando—, la buena conducta deja de ser un premio al arrepentido y se convierte en la ironía más amarga del sistema judicial. Al final, los veracruzanos siguen pagando las consecuencias y él podría estar preparando maletas rumbo a Europa, tan bonita, tan limpia, tan lejana del desastre que dejó atrás.




