Azqueltán resiste al exterminio

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Zósimo Camacho

Luego de decenas de agresiones armadas, invasiones a su territorio, hostigamiento a su población y amenazas de muerte a sus autoridades tradicionales y comunales, Azqueltán sufre el asesinato de uno de sus hijos: Marcos Aguilar Rojas, un referente entre los pueblos, tribus y naciones de toda la geografía mexicana por su lucha pacífica pero tenaz, inteligente, resuelta, en favor de los derechos y cultura indígenas.

El crimen es resultado de décadas de acoso contra esta comunidad wixárica y tepehuana de San Lorenzo Azqueltán, ejecutado por quienes ambicionan el territorio de unas 38 mil hectáreas. Los perpetradores, vinculados al crimen organizado y protegidos por autoridades de la región, se asumen impunes. Consideran que la justicia no les alcanzará porque, además, pueden comprar a los encargados de impartirla, por lo menos, en Jalisco.

El grito de dolor que emerge del Cañón de Bolaños es también de rabia, acompañado por una acusación precisa y documentada que expone las entrañas de una injusticia estructural. El asesinato de Marcos, autoridad agraria de la comunidad indígena autónoma, ocurrido el 26 de noviembre de 2025, no es un hecho delictivo aislado ni un “problema entre vecinos”, como cínicamente intentó resumir la fiscalía estatal. Es un crimen político, meticulosamente planeado, cuyo objetivo último es el despojo territorial y el exterminio de una organización comunitaria que se atreve a existir y a resistir.

La comunidad tepehuana y wixárika ha desentrañado, con una claridad dolorosa, la red de complicidades que hizo posible este homicidio. Señala que, un día antes del ataque, caciques y pistoleros se reunieron para ultimar los detalles del asalto al predio comunal de El Caracol y, de manera explícita, acordaron la ejecución de Marcos Aguilar. Este plan no se ejecutó en las sombras absolutas, sino bajo el amparo de un engranaje de fiscales, policías y operadores judiciales lubricado para garantizar la impunidad.

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La denuncia es específica: nombra al cacique Refugio Raygoza, a Favio Flores Sánchez, la Polla, y detalla cómo el administrador distrital del Poder Judicial en Colotlán, Jorge Alonso Arellano Gándara, actuó ilegalmente para bloquear la toma de pruebas a uno de los detenidos, con lo que protegió a los agresores y saboteó la investigación. No se trata de fallas del sistema, sino de su funcionamiento perverso y deliberado.

Esta impunidad no es nueva; es estructural y acumulativa. Las carpetas de investigación de los últimos 10 años son un testimonio mudo y repetitivo del mismo patrón: agresiones armadas, amenazas, invasiones y un muro institucional que sistemáticamente desvía, minimiza o archiva las denuncias. Cuando el Poder Judicial degrada un ataque armado contra autoridades autónomas a simples “lesiones” con una reparación ridícula, o cuando un funcionario frustra una prueba clave, no está cometiendo un error técnico. Está cumpliendo su rol dentro de una maquinaria diseñada para desgastar, desmoralizar y, finalmente, desplazar a la comunidad de su territorio. El mensaje es claro: la ley no protege a los originarios; los persigue.

El núcleo del conflicto, como lo expone la comunidad con contundencia, es la tierra. Miles de hectáreas comunales, reconocidas histórica y ancestralmente, han sido invadidas por caciques locales con economía pudiente. El asesinato de Marcos es la herramienta más brutal en una estrategia de largo aliento para acabar con la resistencia y apoderarse de un territorio rico y codiciado. Frente a esto, la exigencia de la comunidad trasciende la mera solicitud de justicia penal. Apunta al corazón del problema: la falta de reconocimiento jurídico pleno de su territorio ancestral.

Por ello, exigen al gobierno federal un decreto presidencial que titule, delimite y proteja legalmente sus tierras. Saben que sin este acto de justicia histórica, cualquier medida de seguridad será un paliativo temporal. La titulación es la única barrera legal capaz de detener la ambición despojadora.

La responsabilidad del Estado mexicano es histórica y omnímoda. Es responsable por acción, al permitir que sus instituciones sean instrumentalizadas por el poder caciquil; por omisión, al ignorar años de denuncias formales; y por negligencia, al negar por décadas el reconocimiento que podría haber evitado esta tragedia.

El pronunciamiento de Azqueltán es un ultimátum ético: “Sobre la responsabilidad de ustedes caerá cada gota de sangre que se derrame por incapacidad, negligencia o complicidad”. Coloca al gobierno en una encrucijada: o actúa con la contundencia que la dignidad y el derecho exigen, o se convierte en cómplice formal de una guerra de exterminio.

En un acto de soberanía y profundo simbolismo, la comunidad anunció, en medio del duelo, la recuperación física del predio El Caracol, el mismo lugar donde cayó Marcos. Este acto es una afirmación de existencia. Es la materialización del grito “¡Marcos vive, la lucha sigue!”. Demuestran las familias que el terror no las doblega, sino que fortalece su determinación. Su llamado a la solidaridad internacional, a los medios honestos y a las organizaciones de derechos humanos, es un reconocimiento de que su batalla no sólo es local; es un frente en la defensa global de los territorios indígenas frente al despojo y la violencia institucionalizada.

La resistencia de los hombres y las mujeres de San Lorenzo de Azqueltán debe romper el cerco mediático, amplificar su verdad y exigir que el Estado mexicano elija, de una vez por todas, estar del lado de la justicia y la vida, antes de que la historia lo juzgue con la severidad con la que hoy lo interpela un pueblo que se niega a desaparecer.

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