POR KUKULKAN
EN MÉXICO ya no sabemos si la protesta sirve para cambiar algo o sólo para cambiar de víctima. El pasado 15 de noviembre, una manifestación furiosa —quizás con razón— contra el Gobierno federal terminó haciendo lo que mejor hace este país con su memoria: romperla sin leerla. Entre gritos, empujones, grafitis y vidrios rotos, el edificio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación volvió a ser blanco de la ‘indignación popular’. Hasta ahí, todo entendible.
PERO el fuego cruzado no perdonó ni a los inocentes. Entre las paredes dañadas apareció uno que no tenía vela en el entierro: el mural “Un clamor por la justicia. Siete crímenes mayores” del maestro Rafael Cauduro, ubicado en una de las escaleras interiores del recinto. Sí, señores: le pegaron al mural que ya estaba del lado de la gente. El que no aplaude al sistema, sino lo desnuda. El que no embellece la injusticia, sino la exhibe. Le cayeron encima al Tzompantli pintado, no por prepotencia institucional, sino por indignación artística.
PARA quienes no lo conocen —y claramente los que lo rayaron no lo conocen— el mural de Cauduro es una crítica feroz al sistema de justicia mexicano. No pinta héroes, pinta víctimas. No enaltece jueces, muestra cuerpos torturados. No embellece expedientes, los entierra en un océano de fólderes que simbolizan impunidad. Cauduro, que en paz descansa pero con los ojos abiertos, trabajó esta obra monumental entre 2006 y 2009. Le dedicó más de 280 metros cuadrados al dolor de México: desapariciones, represión, violaciones, cárcel injusta, abuso del poder, muerte impune. Lo hizo dentro del edificio de la Corte, sí, pero no para complacerla. Lo hizo para incomodarla.
Y JUSTO cuando el mural debería ser símbolo de lucha, alguien —con más pintura que criterio— lo convirtió en blanco de su furia. El segmento más afectado fue el célebre Tzompantli, ese muro de calaveras inspirado en la tradición mexica que Cauduro pintó como metáfora brutal: en este país, la justicia se escribe con sangre y se firma con huesos. Pero ni el simbolismo ancestral salvó al mural del vandalismo contemporáneo. Tras el desaguisado, la familia del muralista acudió a verificar los daños. Liliana Pérez Cano, viuda del artista y directora de la Casa Estudio Rafael Cauduro, fue a la Corte no con pancartas, sino con respeto, a constatar lo que el enojo dejó atrás.
Y SORPRESA, el milagro burocrático: la SCJN, con antecedentes de ser lenta para resolver amparos, reaccionó rápido. Emitió un comunicado reconociendo el daño (¡bravo!), y prometió que trabajará con la Casa Estudio, el INBAL y el INAH para restaurar la obra. Y es que sí: el mural tiene más defensores post mortem que las víctimas que retrata en vida. Que no se malentienda: las protestas son legítimas y necesarias. La SCJN ha arrastrado más cuestionamientos que resoluciones. Pero dañar el único mural dentro de sus muros que realmente escupe verdades es como romper un espejo porque no te gusta tu reflejo.
GOLPEAR al mural de Cauduro no fue atacar al poder. Fue atacar a quien lo señalaba. Fue un autogol simbólico de proporciones trágicas. Y si algo revela esto, es que la furia sin memoria termina destruyendo los pocos espacios donde aún se dice la verdad. Mientras el INAH, el INBAL y la Casa Cauduro evalúan técnicas, pigmentos y soportes para revivir el mural, ojalá alguien evalúe también el deterioro de nuestro entendimiento cívico.
DE SEGUIR confundiendo la crítica con la complicidad, los mexicanos terminaremos quemando hasta los libros que nos defendían. El mural de Cauduro puede restaurarse. El verdadero problema será restaurar la conciencia colectiva que lo olvidó justo cuando más lo necesitaba.




