POR KUKULKAN
EN LA MENTE de Donald Trump, la presidencia de Estados Unidos es un reality show de proporciones épicas… con uniformes de gala, portaaviones nucleares y discursos inflamados desde el puente de mando de una fantasía imperial. Ahora, en pleno proceso electoral, el capitán del Titanic naranja ha lanzado una nueva de sus brillantes ideas: una flota de guerra bautizada con su propio nombre. No es broma. Se llamará, cómo no, la Trump-class.
ASÍ COMO usted lo leyó. El expresidente convertido en candidato eterno presentó la construcción de dos “battleships” (nunca mejor dicho), que serán los más grandes y poderosos del mundo, porque claro, si algo le gusta a Trump más que los misiles, es ponerle su nombre a todo lo que toca. Unos buques, según él, que serán 100 veces más potentes que los legendarios acorazados de la Segunda Guerra Mundial. Lo siguiente será meterle luces de neón, una pista de golf y una torre Trump en la popa.
LA NUEVA Golden Fleet, como la llama en sus arranques de branding bélico, será su legado naval… si es que alguna vez levanta anclas. Hasta ahora, no hay planos técnicos, ni aprobación del Congreso, ni presupuesto aprobado. Pero qué importa la realidad cuando se navega con el viento de la megalomanía en las velas. Para Trump, los detalles son como los tratados internacionales: se ignoran.
LO PRESENTÓ desde Mar-a-Lago, su castillo de arena en Florida, rodeado de acólitos disfrazados de funcionarios, y con un lenguaje tan militarizado como caricaturesco. Habló de misiles hipersónicos, inteligencia artificial, láseres anti-drones… parecía más el guion de una película de Michael Bay que una propuesta seria de defensa nacional. Pero así es este comandante en jefe de sí mismo: más espectáculo que estrategia, más show que sustancia.
Y MIENTRAS lanza barcos imaginarios al mar, promete que detendrá la guerra en Ucrania “en 24 horas”. Lleva diciendo eso desde 2022, pero hasta ahora no ha movido ni un remo. Más bien, con su retórica belicista ha contribuido a abrir nuevos frentes de tensión con China, con Irán y hasta con sus propios aliados en Europa. Trump navega como un capitán borracho de poder, sin brújula, sin mapa y con una tripulación de halcones y aduladores que le celebran cada tormenta que desata.
NO OLVIDEMOS que en su primer mandato ya jugó a los barcos de guerra, pero en el tablero equivocado: armó tensiones en el Mar del Sur de China, abandonó pactos nucleares con Rusia y jugó a la guerra comercial con Europa y Canadá. Su política exterior era un oleaje de contradicciones, donde un día lanzaba bombas (literal y mediáticamente) y al otro abrazaba dictadores en busca de “amistades muy fuertes”.
AHORA, con el traje de capitán bien planchado, Trump quiere volver al timón con la promesa de restaurar la gloria militar de EE. UU., como si la diplomacia fuera una regata y el mundo un océano de enemigos imaginarios. Pero lo que realmente construye con esta Trump-class no es una flota, sino un monumento flotante a su propio ego. Y sí, hay que decirlo: bautizar buques de guerra con su nombre mientras enfrenta más de 90 cargos criminales y múltiples juicios federales es tan grotesco como coherente con su narrativa personalista.
ES EL COLMO del culto a la personalidad: en lugar de legar políticas públicas, quiere dejar un portaaviones. Quizá espera que, cuando la historia lo juzgue, al menos flote su apellido en el acero de una cubierta. Pero lo más probable es que su barco de campaña vuelva a hundirse como en 2020: por exceso de arrogancia y falta de dirección.
LA GRAN ironía es que mientras el mundo enfrenta crisis reales, Trump propone jugar a los barquitos. Y no con la precisión de un almirante, sino con el delirio de un niño con complejo de emperador. Así que cuidado: el capitán ha vuelto. Y si se deja, arrastra otra vez al mundo a altamar… sin plan de navegación y con el iceberg del caos a la vista.




