- Proponen senadores reformas a la “Ley Antilavado” para evitar que en las ciudades del país continué la construcción de proyectos inmobiliarios para blanquear recursos.
FELIPE VILLA
CIUDAD DE MÉXICO.- En las grandes ciudades mexicanas, los paisajes urbanos han comenzado a hablar con silencios incómodos. Torres de oficinas relucientes, edificios habitacionales de lujo y plazas comerciales diseñadas para el consumo masivo permanecen inexplicablemente vacías. A plena luz del día, sin actividad alguna, parecen ser parte de un decorado construido para nadie. Pero no están vacíos por error. No se trata de fracasos inmobiliarios. Se trata, más bien, de otra cosa: dinero que no necesita inquilinos para rendir frutos.
Este fenómeno silencioso ha empezado a llamar la atención no sólo de quienes caminan entre sus estructuras deshabitadas, sino de legisladores, autoridades financieras y organismos internacionales. En un país donde se estima que entre 25 mil y 62 mil millones de dólares circulan anualmente a través del lavado de dinero, los inmuebles se han vuelto una fachada más eficaz que cualquier paraíso fiscal.
Durante una sesión extraordinaria de las Comisiones Unidas de Justicia y Estudios Legislativos del Senado, los senadores Waldo Fernández y Judith Díaz, ambos de Nuevo León, manifestaron su respaldo a una reforma profunda para prevenir el lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo. Lo hicieron desde una preocupación real: “En ciudades como Monterrey hay edificios de 15 o 20 pisos que están completamente vacíos”, dijo Fernández. “Eso podría ser lavado”.
La iniciativa, promovida por el senador Javier Corral, busca dotar de nuevas herramientas legales al Estado para rastrear, prevenir y castigar operaciones con recursos de procedencia ilícita. Ampliaría las capacidades del Ministerio Público, fortalecería a la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y permitiría investigar no solo a personas físicas, sino también a empresas y estructuras jurídicas involucradas.
La reforma, además, contempla medidas inéditas: coordinación interinstitucional obligatoria, monitoreo de personas políticamente expuestas y participación de órganos autónomos, municipios y el INE en la detección de riesgos. Pero más allá de su técnica legislativa, pone sobre la mesa un tema urgente: la transformación del concreto en instrumento del crimen financiero.
Aunque no existen estadísticas oficiales sobre cuántos edificios vacíos han sido usados con estos fines, los indicios abundan. En la Ciudad de México, el llamado “cártel inmobiliario” en Benito Juárez reveló una red de al menos 10 empresas fantasmas utilizadas para lavar capitales mediante desarrollos habitacionales.
En Sinaloa, figuras locales del sector turístico fueron sancionadas por el gobierno de Estados Unidos por operar como lavadores del Cártel de Sinaloa a través de complejos inmobiliarios.
La mecánica es conocida. Una empresa —a veces recién creada, a veces oculta tras testaferros— invierte millones en construir un edificio. No busca rentabilidad comercial, ni vender, ni arrendar. El objetivo es legalizar dinero, generar facturación, mover capital. Si el inmueble queda deshabitado, no importa. Ya cumplió su función.
El Colegio de Contadores Públicos de Puebla lo confirma: el sector inmobiliario mexicano es, por su alto valor y baja fiscalización, uno de los más vulnerables al lavado. Se aceptan pagos en efectivo de hasta 830 mil pesos, se hacen compras a nombre de terceros, y los registros públicos no siempre permiten conocer al verdadero dueño detrás de la fachada.
Este uso perverso del espacio urbano tiene efectos visibles. Ciudades fragmentadas, recursos públicos drenados, competencia desleal y, sobre todo, la normalización de una economía informal paralela que erosiona la confianza ciudadana. ¿Quién puede competir contra una torre que no necesita rentas para sobrevivir?
Por eso, los senadores piden una reforma no solo ambiciosa, sino ejecutable. Con capacidades técnicas, sí, pero también con voluntad política para ir más allá de la simulación. En el país de las constructoras sin clientes y los rascacielos sin ocupantes, la fachada más difícil de derrumbar sigue siendo la del silencio.