Tribunales Laborales e impunidad patronal: una historia del Consejo Mundial de Boxeo

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Zósimo Camacho

La imposición del neoliberalismo en México supuso la brutal explotación de la clase trabajadora como en ninguna otra etapa del capitalismo en tierras mexicanas. Desde 1982 el Estado se volcó en favor de la acumulación de capital trasnacional a costa de la sangre de millones de trabajadores y del saqueo y la destrucción de la naturaleza. Leyes e instituciones sólo legalizaron tal rapacería.

Hoy la deuda con obreras y obreros no está saldada. La implantación del capitalismo neoliberal impuso las más ásperas condiciones a la fuerza trabajo, con la desregulación laboral, la flexibilización de los mercados y el sistemático desmantelamiento de las protecciones sociales.

Este modelo, que priorizó la rentabilidad del capital sobre la dignidad del trabajo, generó una precarización masiva: salarios estancados que perdieron poder adquisitivo frente a la inflación, contratos temporales que arrasaron con la seguridad económica, y una erosión deliberada del poder sindical que dejó a los trabajadores indefensos ante la ofensiva patronal.

Como resultado, quedó dispersada e inerme una vasta fuerza de trabajo, condenada a la inestabilidad crónica y a la ampliación de la brecha de desigualdad, donde la garantía de un empleo estable con derechos plenos se convirtió en una excepción y no en la norma. Y donde se sacrificó el bienestar colectivo en el altar de la “competitividad” y el libre mercado.

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¿Y las autoridades laborales? Sólo sirvieron para garantizar los despojos, confirmar el triunfo de la burguesía trasnacional y nacional sobre el pueblo asalariado. Los juicios se demoraron lustros. Y legiones de trabajadores murieron sin que les llegara el laudo por el que se les reconocieran ciertos derechos.

Hoy se vive una recuperación –sustancial pero aún insuficiente– del poder adquisitivo de los salarios, una restitución paulatina de algunos derechos y una lenta recuperación de los sindicatos como instrumentos de defensa de los trabajadores. Sin embargo, las disputas de los obreros en los Tribunales Laborales para hacer valer sus derechos frente al abuso patronal siguen en el rezago. Se estima que 200 mil casos no avanzan. Y cada día se apelotonan más: juicios en los que obreros buscan arrancar algo a la parte patronal, apenas algún resarcimiento por años trabajados sin pago justo o el reconocimiento de derechos conculcados.

El caso de Patricia Barba no es sólo el expediente 1191/2009. Es el relato crudo y desgarrador de cómo la maquinaria de la injusticia laboral puede triturar la vida de una persona durante 15 años interminables. Su historia inició en junio de 2008 con una demanda por despido injustificado contra el Consejo Mundial de Boxeo, aquella franquicia multimillonaria del deporte-espectáculo que por tres décadas encabezó José Sulaimán y que hoy dirige el hijo de éste, Mauricio Sulaimán. Patricia había laborado en la organización más de 20 años.

La batalla Barba versus CMB se ha convertido en un manual de las artimañas que perpetúan la impunidad y en una prueba evidente de la corrupción sistémica en las instituciones diseñadas para proteger, supuestamente, a los más vulnerables.

Desde el principio, el proceso fue desviado de su cauce natural. Su caso, manejado por el Bufete de Buen, fue inexplicablemente trasladado de la Junta de Conciliación 9 a la Junta 15, un movimiento que, sin justificación alguna, fue la primera señal de un calvario premeditado. Lo que siguió fue una maraña de dilaciones, tecnicismos y complicidades que convirtieron su búsqueda de justicia en un interminable laberinto. Durante 15 años, el tiempo, ese recurso del que carece un trabajador, fue el arma favorita de sus oponentes. La Junta 15 emitió tres laudos, todos favorables a la señora Barba. Sin embargo, en una estrategia dilatoria, los dos primeros sin el reconocimiento total de sus derechos, con lo que se le forzó a librar batallas adicionales de amparo para que se le reconocieran de manera completa.

La “victoria”, cuando finalmente llegó con el tercer laudo en marzo de 2020, fue apenas el preludio de una nueva forma de tortura administrativa. La demandada, con una cuestionable aquiescencia del Bufete de Buen, ideó nuevas estrategias para prolongar el pago durante tres años más. El colmo del cinismo llegó en 2023. Ante la advertencia de la señora Barba de hacer público su caso, sus representantes legales le presentaron un ultimátum perverso: aceptar menos del 50 por ciento de lo que legalmente se le debía o condenarse a que el caso se alargara “varios meses que podrían convertirse en años”. Agotada, una mujer adulta mayor que había gastado la mitad de su sexta década de vida en un tribunal, capituló.

Primero fue una oferta insultante de un millón 800 mil pesos. Luego, una “negociación” que elevó la cifra a 2 millones 500 mil, una transacción que ella sospecha fue urdida a sus espaldas entre la empresa y sus supuestos defensores. Lo anterior, basada en los intercambios por correo electrónico con el despacho. La humillación final fue la firma de un convenio que, en un acto de vileza jurídica, incluía la renuncia a sus derechos. Lo anterior aun y cuando el Artículo 33 de la Ley Federal del Trabajo establece de manera inequívoca que todo convenio que implique la renuncia de derechos consagrados por la ley es nulo. Fue forzada a firmar su propia ilegalidad y se le entregó un cheque por una cantidad menor de lo que valía el laudo.

Pero la gravedad del caso trasciende lo individual. El sistema, diseñado para fallar, se cerró una vez más. Un candidato a magistrado le hizo ver la verdad: ese convenio era nulo. Sin embargo, cuando intentó seguir el camino correcto, las puertas de la justicia se le cerraron de golpe. El Centro de Conciliación de la Ciudad de México se negó a recibirla. La Procuraduría de la Defensa de los Trabajadores hizo lo mismo, eludiendo su responsabilidad con evasivas burocráticas. La dejaron completamente sola, con el señalamiento de que el único camino que le queda es un amparo contra las mismas autoridades que deberían auxiliarla, para luego poder demandar la nulidad de un convenio que nunca debió existir.

La odisea de Patricia Barba es el espejo de miles, quizás millones, de trabajadores para quienes la justicia laboral es una promesa vacía. Es la prueba de que la corrupción no son sólo los sobornos espectaculares, sino también la complicidad silenciosa de abogados, la negligencia calculada de funcionarios y la perversión de leyes hechas para proteger al patrón, al poderoso. En el contexto de un gobierno que pregona la erradicación de la corrupción y la reivindicación de la clase trabajadora, las mujeres y las personas adultas mayores, su caso es un desafío incómodo y una pregunta urgente: ¿dónde termina la retórica y comienza la justicia real para quienes, como ella, han perdido casi todo menos la dignidad para denunciar?

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