A 5 años del #MeToo

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A 5 años del #MeToo
  • Revisa un análisis del movimiento #MeToo que hace cinco años destapó el acoso y el abuso de los hombres hacia las mujeres.
CITLALLI RAMÍREZ CORONADO / AGENCIA REFORMA

CIUDAD DE MÉXICO.- Por un momento #MeToo era todo de lo que se hablaba en el mundo y hoy pareciera que se esfumó del radar para la población.

A cinco años de que el movimiento se catapultará al ojo público, su impacto en la sociedad se recuerda sólo en fechas como el 8 de marzo y el 25 de noviembre.

Y es que los casos de celebridades a los que se le relacionó en el 2017 le dieron visibilidad mediática y por consiguiente, legitimidad.

En sus inicios en el 2007, fue conceptualizado por la activista estadounidense Tarana Burke para crear solidaridad entre mujeres de comunidades marginadas que sufrieron algún tipo de violencia sexual.

Hollywood adoptó la consigna después de que las actrices Ashley Judd, Rose McGowan, Asia Argento, Mira Sorvino y Rosanna Arquette relataron sus casos de acoso y/o abuso sexual perpetrados por el productor de cine Harvey Weinstein.

Aunque el #MeToo del entretenimiento reconocía que la problemática afectaba a todas las mujeres sin importar ingresos, raza, religión, política o lugar de trabajo, vaticinaba al público un cambio estructural.

“¡Un nuevo día está en el horizonte! Y cuando ese nuevo día finalmente amanezca, será gracias a líderes que nos lleven al momento en que nadie tenga que decir “#MeToo” otra vez”, afirmó Oprah en uno de los primeros premios televisados desde la detonación del movimiento.

Ese fue el inicio de una transformación social donde la demanda por justicia y la esperanza colectiva invitaban a la denuncia en todas las esferas en las que las mujeres se desenvuelven.

#MeToo EN MÉXICO

Aunque no se trasladó a la población general, los casos de alto perfil en Estados Unidos recibieron un seguimiento de sus aparatos de justicia o investigación de entes internos, respaldados por la solidez de la pesquisa periodística.

Sin un caso insignia como en el país vecino, el movimiento llegó a México como una coyuntura y se encontró con obstáculos propios al machismo arraigado en la cultura mexicana.

En el marco del caso Weinstein, Karla Souza se convirtió en la primera actriz en narrar el acoso que sufrió al inicio de su carrera, además de reportar el haber sido violada por un director a quien no nombró.

“En México muchas actrices no se sienten seguras de hablarlo y todavía no se sienten protegidas como en Estados Unidos ante la incertidumbre de perder el trabajo o ser amenazadas”, afirmó la actriz.

Aunque otras personalidades siguieron su ejemplo y narraron sus propias historias, la respuesta de la mayoría de los medios fue seguir sus casos priorizando una narrativa que cuestionaba la veracidad de sus afirmaciones por omitir nombrar a los abusadores.

LO QUE SIGUIÓ EN EL PAÍS FUE ORGÁNICO.

En este nuevo clima que permitía desafiar por primera vez las figuras en el poder se comenzaron a tejer y ampliar las redes de apoyo entre mujeres y los recursos de acompañamiento.

El descontento por años de represión patriarcal que volvía el callar la política implícita, encima de una crisis feminicida que continúa agravándose, fortaleció el sentimiento de colectividad y sororidad.

La exigencia por seguridad, justicia y equidad de derechos se llevó a las calles con demostraciones públicas con una participación cada vez mayor, un ritmo que interrumpió la pandemia.

Aunque las denuncias de agresores empezaron a abrirse paso en espacios educativos lentamente, #MeToo en el país adquirió su mayor fuerza hasta el 2019.

El 21 de marzo de ese año, la comunicadora política Ana G. González denunció en Twitter al escritor Herson Barona por múltiples casos de violencia física.

Pronto más víctimas de él y de otras figuras del ámbito literario emergieron.

En cuestión de días se crearon cuentas para enviar denuncias anónimas de agresores en gremios como cine, periodismo, negocios, teatro, medicina, activismo, política, cultura, academia, fotografía o tecnología.

Pero las denuncias anónimas comenzaron a ser fuertemente criticadas de linchamiento público y venganza cuando iniciaron las consecuencias para los agresores.

La crítica a #MeToo en México alcanzó su pináculo con el suicidio del músico de Botellita de Jerez, Armando Vega Gil.

“Hay muchos tipos de denuncias, hay denuncias más serias, hay denuncias anónimas -de las que yo discrepo- y hay denuncias que son hasta una frivolidad; hay una mezcolanza”, declaró la antropóloga Marta Lamas.

Junto con ella, otras voces femeninas del país cuestionaron la verosimilitud de las denuncias y su ‘tono revanchista’, como la escritora Elena Poniatowska y la periodista Blanche Petrich.

Sin embargo Lamas reconoció el trasfondo del anonimato: la impunidad de la denuncia legal.

“Más que permitir la denuncia anónima, se trata de ir a la raíz de por qué hay denuncias anónimas, que suele ser por una ausencia de mecanismos o porque la figura que se quiere denunciar es muy poderosa”.

Según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), en 2019 el 99% de los delitos sexuales no se denunciaron.

Es bien sabida la complejidad del proceso, que encima demanda su realización casi inmediata: exámenes médicos, evaluaciones psicológicas y cuestionamientos revictimizantes; todo para que al final la justicia sea inaccesible.

La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Pública (ENVIPE) de 2020 del INEGI señala que de las causas para no denunciar, el 61% lo adjudica a la autoridad.

De ese porcentaje, 34% lo considera una pérdida de tiempo, 14% desconfía de la autoridad, 7% cree que los trámites son difíciles, 4% no lo hace por la actitud hostil de los funcionarios y un 1% teme ser extorsionado.

En los últimos años ejemplos de la ‘atención’ que reciben las denuncias por parte del sistema de justicia incluyen el feminicidio de Abril Pérez Sagaón, la candidatura de Félix Salgado Macedonio a la gubernatura de Guerrero, el paradero actual de Andrés Roemer, o recientemente la asignación de Pedro Salmerón como Embajador de Panamá.

EL CAMBIO

#MeToo provocó una respuesta social inmediata y una a futuro cuyo impacto es más difícil de esclarecer.

Por un lado, en el epicentro del movimiento han existido avances legales para mejorar el sistema de denuncia para víctimas.

Este febrero el Senado de EU logró aprobar un proyecto de ley para prohibir a las empresas obligar a los empleados a renunciar a sus derechos de demandar por agresión o acoso sexual y obligarlos a llevar sus reclamos a un arbitraje confidencial.

Por otro lado, hay indicios de un retroceso en las relaciones laborales entre hombres y mujeres.

Un estudio publicado en Harvard Business Review encontró una respuesta adversa al sondear las expectativas para la cultura de trabajo en el 2018 y en el 2019.

Con un año de diferencia, los hombres se mostraron más renuentes a: contratar mujeres atractivas, contratar mujeres para trabajos que impliquen interacciones interpersonales cercanas con hombres y a evitar las reuniones individuales con colegas mujeres.

“Los movimientos masivos de protesta, tales como la defensa de los derechos de la mujer en años recientes por parte de grupos como Ni Una Menos en Latinoamérica, pueden tener consecuencias inesperadas”, explica Paulina Villegas para el New York Times.

“Si no consiguen castigar a los perpetradores, corren el riesgo de enviar un mensaje un tanto desalentador: que, aunque miles de mujeres han exigido un cambio sistémico, no hay ímpetu en la clase dirigente para ejecutarlo y existen pocas consecuencias cuando no se logra”.

Aunque #MeToo avanzó a ritmos distintos en el mundo, el progreso logrado hasta ahora no depende de eso, si no de los retos culturales particulares de cada espacio dónde se desenvolvió.

Eso vuelve asimétrico el avance de cada país en comparación a sus naciones vecinas.

En el caso de México, un proyecto de ley que homologue la respuesta en el sector privado como el estadounidense está muy lejos de aplicarse.

El estado actual del sistema de justicia ha dejado como única alternativa efectiva de atención o mediación, los procesos de instituciones privadas, como lo son las escuelas o trabajos.

Por ello es importante reconocer que el movimiento logró generar la presión pública suficiente como para que, por ejemplo, las universidades mexicanas atendieran por fin a su alumnado y publicarán sus primeros protocolos de atención a casos de acoso y/o abuso sexual, por deficientes que estos resulten.

Uno de los recursos por los que se abogaba hace cinco años era por la implementación de principios de justicia restaurativa, un mecanismo que ahora se contempla en estas normativas.

Estas medidas, ya sea que se activen cómo alternas o complementarias a las acciones legales, permiten la reparación del daño para víctimas.

Al atender primero que nada sus necesidades para conciliar con el agravio de violencia sexual que sufrieron, se permite modificar patrones culturales de forma permanente.

Continuando con el caso de los espacios educativos, en el 2021 el Articulo 43 de la Ley General de Educación Superior estableció que “en el caso de la violencia contra las mujeres, se excluirán las medidas de conciliación o equivalentes como medio de solución de controversias”.

La aplicación textual de esta ley a nivel nacional significa limitar más las opciones de justicia disponibles para las y los mexicanos.

Hoy por hoy hay un desencantó global con el movimiento al comparar las expectativas iniciales con lo alcanzado.

¿Se esperaba demasiado del que fuera la primera afirmación en favor de la denuncia para generaciones de mujeres? O, ¿se esperaba demasiado avance donde no existían cimientos para ayudar a víctimas?

Con certeza #MeToo fue un parteaguas cultural, queda pendiente comprender si en retrospectiva la balanza se inclina hacia uno positivo.

La autora es periodista especializada en género.

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