- Otorgan amparo a mujer torturada y arraigada ilegalmente por ministeriales en complicidad con jueces locales, por lo que las pruebas hechas bajo estas condiciones carecen de validez.
FELIPE VILLA
CIUDAD DE MÉXICO.— Lo que comenzó como un expediente más en los archivos de los tribunales locales del país terminó por convertirse en una grieta profunda en el sistema de justicia mexicano.
El caso de una mujer —cuyo nombre permanece reservado por motivos de seguridad— sentenciada por robo agravado y secuestro exprés, no sólo exhibió prácticas inconstitucionales en el ejercicio del poder judicial local, sino que destapó un patrón sistémico de abuso, tortura sexual y arbitrariedad que vulnera, en lo más íntimo, la dignidad de las mujeres detenidas.
Su denuncia fue clara: durante su arraigo ministerial, fue golpeada, quemada, pateada y agredida con cortes, lo que le provocó un aborto de embarazo gemelar. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, a través de su Primera Sala, atrajo el caso, y en una resolución histórica no sólo le concedió el amparo, sino que sentó jurisprudencia sobre cómo deben tratarse las denuncias de tortura sexual con consecuencias físicas irreversibles en mujeres embarazadas.
DE LA PRISIÓN AL PLENO DE LA CORTE: LA ESCALADA DE UNA INJUSTICIA
La mujer fue detenida, arraigada por 20 días —una figura legal que en su caso fue aplicada sin competencia— y sometida a un proceso penal en el que, según la Corte, se violaron múltiples derechos fundamentales. Durante las diligencias, no contó con defensa legal adecuada, ni durante el reconocimiento fotográfico ni en la Cámara de Gesell. Las pruebas clave fueron obtenidas bajo condiciones ilícitas y de violencia.
La Corte desmenuzó el caso: ningún Ministerio Público ni juez local puede ordenar arraigos; ninguna prueba puede considerarse válida si deriva de actos de tortura. Y cuando el dolor físico traspasa el umbral de lo soportable, como en este caso, debe entenderse como lo que realmente es: tortura sexual con consecuencias letales.
El aborto inducido por agresiones físicas en el contexto de una detención no es una eventualidad; es una forma de tortura sexual. Así lo determinó la Primera Sala, que sentó un precedente sin ambigüedades: “El aborto forzado por violencia estatal constituye una violación especialmente grave a los derechos humanos de las mujeres detenidas”.
Este caso obligó al máximo tribunal a emitir directrices para que, de ahora en adelante, todas las autoridades respeten estándares internacionales al tratar con mujeres embarazadas bajo custodia. Inspecciones corporales sólo por mujeres, prohibición absoluta de coerción física, revisiones médicas cultural y emocionalmente sensibles, y acceso garantizado a cuidados obstétricos y alimentos nutritivos.
UN SISTEMA QUE NORMALIZA EL DOLOR Y PROTEGE A LOS ABUSADORES
Más allá del caso individual, la Corte identificó un esquema preocupante de complicidad judicial. Las autoridades que ordenaron el arraigo actuaron fuera de su competencia; los funcionarios que omitieron registrar el estado físico de la detenida encubrieron el delito. Las pruebas médicas omitieron documentar signos evidentes de tortura, y las defensas técnicas fueron sistemáticamente ignoradas.
La historia de esta mujer es también la historia de muchas otras que han sido invisibilizadas dentro del sistema judicial mexicano. Como advirtió la Corte, las revisiones invasivas, la negación de asistencia médica y el uso del cuerpo femenino como campo de castigo han sido prácticas silenciadas y toleradas por instituciones que deberían garantizar justicia.
UNA LUZ EN MEDIO DEL OSCURANTISMO JUDICIAL
Al conceder el amparo, la Suprema Corte ordenó una nueva sentencia sin las pruebas viciadas y demandó que se investigue la relación causal entre el aborto y la tortura sufrida. No se trata solo de reparar un daño, sino de reconocer públicamente que ese daño fue posible por la permisividad de un sistema que debe proteger, no destruir.
Este fallo marca un antes y un después. En el México de hoy, una mujer presa logró con su voz y su cuerpo lacerado lo que muchas veces no ha podido el propio Estado: enfrentar la impunidad de sus propias instituciones. La sentencia no sólo le pertenece a ella, sino a todas las mujeres que han sido silenciadas, agredidas y olvidadas en las sombras del sistema penitenciario.
Y es también una advertencia: las mujeres embarazadas detenidas no deben temer al Estado. Pero mientras eso no sea una realidad, su lucha seguirá siendo una deuda pendiente con la justicia.
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