Por KUKULKÁN
SI USTED creía que ya lo había visto todo en materia de cinismo, prepárese: en el país vecino del norte, el presidente y ahora flamante demandante profesional Donald Trump ha declarado la guerra abierta a la prensa… por hacer su trabajo. Mientras tanto, en México, la presidenta Claudia Sheinbaum soporta a diario una ráfaga de críticas, difamaciones y hasta insultos de los medios de derecha, sin presentar una sola demanda ni revocar acreditaciones, pero según los voceros del conservadurismo local, ¡en México se viola la libertad de expresión!
EL MUNDO al revés, pues. Porque mientras Trump se entretiene demandando a medio mundo con cifras de escándalo —15 mil millones por aquí, 10 mil millones por allá— por el delito imperdonable de no decir lo que a él le gustaría escuchar, del otro lado del Río Bravo tenemos a una mandataria que, a pesar de las editoriales plagadas de adjetivos, los programas de análisis que la retratan como dictadora caribeña y los noticieros donde cada gesto es motivo de sospecha, no ha cerrado medios, no ha vetado a periodistas, ni ha presentado demandas por difamación. ¡Qué falta de carácter, dirían en Florida!
VAYAMOS por partes. Donald Trump —quien se describe a sí mismo como paladín de la libertad de expresión, defensor de la Constitución y mártir de la prensa fake— ha demandado al New York Times por US$15 mil millones porque no le gustó un libro que lo llama Lucky Loser. ¿El crimen? Decir que perdió elecciones y hacer análisis sobre su impacto político. En otro frente, ha embestido al Wall Street Journal por publicar una nota con presuntos vínculos con Epstein. La cifra: US$10 mil millones. Y no podía faltar CBS: luego de que 60 Minutes emitiera una entrevista que no le favorecía, Trump se fue con todo… y terminó logrando un acuerdo por 16 milloncitos de dólares.
CLARO, porque en la lógica Trumpiana, si un medio no te aplaude, ¡a demandarlo hasta que entiendan! ¿Y en México? Ah, en México, cada vez que un medio conservador publica una nota escandalosa o falsa (con fuentes anónimas, muchas veces), o cuando un presentador de traje y corbata acusa al gobierno de orquestar complots, o cuando un columnista se refiere a la presidenta como “autoritariucha” o “soviética de Tlalpan”, no pasa nada. Nadie les quita el micrófono, nadie los manda llamar, nadie los censura. De hecho, siguen cobrando sus contratos de publicidad con gobiernos locales y vendiendo suscripciones de “periodismo independiente”. ¡Ah, pero luego lloran censura!
Y COMO cereza del pastel, cada vez que el oficialismo —desde el púlpito mañanero o desde una red social— se atreve a señalar una mentira, los mismos que se pasan la vida editorializando contra el gobierno gritan: “¡Represalia! ¡Ataque a la prensa libre! ¡Nos quieren callar!”. Es decir: si tú publicas mentiras, es libertad de prensa. Si alguien te contradice con datos, es persecución política. Y si no te dan pauta oficial, es censura encubierta. Una lógica perfecta… en su burbuja. Lo curioso es que, mientras en México la prensa de oposición opera con total libertad y hasta con cierto desparpajo, en EE.UU., el magnate naranja convierte cualquier desacuerdo editorial en una demanda multimillonaria, redactada con más veneno que sustento jurídico (y a veces con errores ortográficos, pero esa es otra historia). ¿Dónde está entonces la dictadura? ¿Dónde la mordaza?
DESDE luego, no faltará quien diga que “eso no es censura, es defenderse”, como si las demandas por difamación fueran sólo un trámite para lavar el honor… aunque las cifras demuestren que el objetivo es otro: intimidar. Mientras tanto, en el México de Sheinbaum, los medios conservadores no sólo publican libremente, sino que encima se dan el lujo de declararse perseguidos. Como si el hecho de poder decir que no puedes decir, fuera prueba de que no puedes decir. Ya lo dijo alguien por ahí: “la libertad de expresión se mide mejor no por lo que se puede decir, sino por lo que se dice y no tiene consecuencias”. Pero bueno… ellos dicen que aquí no hay libertad, aunque tienen toda la libertad para decirlo.