POR KUKULKAN
QUIÉN iba a decir que el certamen de belleza más rosa y supuestamente inocente del planeta, Miss Universo, se convertiría en un drama digno de serie de Netflix: hay traiciones, insultos, abucheos, caída en pasarelas, renuncias de jueces, y claro, una investigación internacional por corrupción y lavado de dinero. Todo eso empaquetado con brillantina, pestañas postizas y discursos de paz mundial.
ESTE AÑO, el concurso se salió de control, pero no por culpa de la mexicana Fátima Bosch, quien, contra viento, marea y misoginia, se alzó con la corona. No fue la más alta, ni la más mediática, pero sí la que se atrevió a ponerle un alto al organizador tailandés Nawat Itsaragrisil, que la insultó públicamente. Y claro, eso le costó ser etiquetada como “problemática”… hasta que resultó que la problemática era la red de corrupción de los organizadores.
RESULTA que tras la caótica edición 2025, estalló un escándalo del tamaño del peinado de una reina. Las autoridades tailandesas y de otros países abrieron una carpeta por presunto fraude, enriquecimiento ilícito y vínculos con lavado de dinero. ¡Sorpresa! La mismísima dueña de la franquicia, Anne Jakrajutatip, fue detenida y su socio, con orden de aprehensión, anda más nervioso que edecán sin maquillaje.
Y MIENTRAS los medios internacionales reportan esta podredumbre tras bastidores, en México, la derecha más rancia encontró en Fátima Bosch el blanco perfecto para escupir veneno. Porque, claro, cómo se le ocurre a una reina de belleza decir en voz alta que Claudia Sheinbaum es la primera presidenta mujer de México. Imperdonable. Casi tanto como si hubiera mencionado el Tren Maya o dicho “no me representa Xóchitl”.
LO CIERTO es que el triunfo de Bosch es cómodamente incómodo. Incomoda a quienes creen que las mujeres deben sonreír y no hablar. Molesta a quienes piensan que una reina debe desfilar, no opinar. Y más aún, irrita profundamente a quienes no soportan que una mujer con voz, carácter y convicción, sea además inteligente, guapa y mexicana.
PERO que no se confunda el escenario: Fátima no organizó el fraude, no movió los hilos del jurado, ni creó una red financiera paralela. Si hubo trampa en el certamen, no fue su culpa. Ella solo alzó la voz cuando la trataron con desprecio, y eso, más que restarle méritos, le suma dignidad y coraje, algo que escasea incluso en esferas más elevadas que una pasarela.
LA NARRATIVA nacional, sin embargo, se ha contagiado del virus del linchamiento digital. Hay quienes —con agenda política en mano— aprovechan la situación para insinuar que su victoria es ilegítima, como si llevar una banda de Miss también te hiciera responsable del SAT de los organizadores. Un juicio exprés, sin pruebas, ni contexto. Pero eso sí: con toda la furia que sólo el odio a lo que no pueden controlar sabe generar.
FÁTIMA Bosch no es culpable de los pecados estructurales de un certamen que ya apestaba a favoritismo y contratos turbios. Ella es, en todo caso, la excepción que confirma la regla, la voz incómoda en un mundo de silencio rentable. Lo dijo claro tras ganar: “No me arrodillo ante el odio”. Y no lo hizo ni ante el directivo que la insultó ni ante el abucheo del público en la final.
ASÍ que, mientras la justicia hace su trabajo con los dueños de la franquicia (si es que algún día pasa), no estaría de más reconocer lo que sí está claro: Fátima ganó por méritos, carácter y talento. Si la derecha quiere encontrar culpables, que se busque un espejo. Y si de verdad les molesta que una reina reconozca a una presidenta, tal vez el problema no es con Miss Universo… sino con el universo de mujeres empoderadas que ya no les temen.
