Infancia robada: Urge proteger a los niños del crimen organizado

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José Réyez

La violencia en México es un monstruo de múltiples cabezas que devora fragmentos enteros de nuestro futuro. Afecta a todos, sí, pero tiene un apetito particular por los más jóvenes: niñas, niños y adolescentes que, en lugar de vivir una infancia de juegos y estudios, son empujados a un abismo de delincuencia y desesperanza. Este no es sólo un problema de seguridad; es una crisis humanitaria que está mutilando el desarrollo de una generación entera.

Las cifras, aunque fragmentadas e insuficientes, pintan un panorama desolador. Se estima que cerca de 30,000 adolescentes podrían estar involucrados con el crimen organizado, mientras que el sistema de justicia sólo alberga a aproximadamente 1,500.

Esta disparidad revela una verdad cruda: el Estado apenas logra contener una fracción mínima del fenómeno. Peor aún, la edad de reclutamiento ha descendido alarmantemente.

Ya no son sólo adolescentes de 17 años; ahora niños de 11 y 12 son captados por estos grupos, que les ofrecen un sentido de pertenencia, poder y recursos en entornos donde el Estado brilla por su ausencia.

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¿Por qué un niño elige o es forzado a tomar ese camino? La respuesta es un cóctel tóxico de factores estructurales. La pobreza es un catalizador, pero no es el único. Como señala la investigadora Elena Azaola, se trata de un entorno familiar y social fracturado: hogares con violencia, padres ausentes por extenuantes jornadas laborales, falta de guía, abandono escolar temprano y una exposición precoz al trabajo y las adicciones.

Estos muchachos no “eligen” el crimen; huyen de un infierno para caer en otro. Los grupos delictivos, con su oferta de estilo de vida (armas, fiestas, dinero fácil), se presentan como la única salida visible en un paisaje desolado de oportunidades.

Frente a esto, las políticas públicas han sido, en el mejor de los casos, paliativos inconexos. Programas como becas escolares son bienintencionados, pero resultan insuficientes cuando el niño ya abandonó la escuela debido a problemas más profundos como la violencia intrafamiliar o la necesidad de trabajar.

No existen mecanismos efectivos de intervención temprana ni de protección integral que fortalezcan el tejido social en las comunidades más golpeadas. El Estado ha fallado en proveer alternativas reales y en atacar las causas raíz.

La situación se agrava con la expansión territorial y el poder de los cárteles. Según estudios citados por Azaola, alrededor del 35% del territorio nacional estaría bajo su influencia. Esta presencia no sólo facilita el reclutamiento, sino que corroe las instituciones locales. La corrupción en gobiernos municipales y estatales, junto con una carrera policial debilitada y penetrada, anula cualquier esfuerzo genuino de seguridad.

En este contexto, hablar de “reinserción” o “justicia para adolescentes” suena casi utópico, especialmente cuando la legislación presenta fallas para tipificar delitos graves y los centros de detención están llenos de jóvenes sentenciados por homicidio y secuestro.

Las consecuencias son mortales. Según la Red por los Derechos de la Infancia (Redim), entre 2006 y 2018, más de 29,000 menores de 19 años fueron víctimas de homicidio doloso. Cada número es una historia truncada, un potencial aniquilado. El reclutamiento forzoso sigue aumentando, y con él, un ciclo intergeneracional de violencia que parece no tener fin.

La solución requiere un cambio de paradigma. No bastan las acciones militares o las políticas de seguridad tradicionales, que han demostrado su fracaso al incrementar la violencia. Se necesita una estrategia integral, con un enfoque de derechos humanos y prevención. Esto implica:

Intervención familiar y comunitaria temprana: Programas que identifiquen y apoyen a familias en riesgo, con servicios psicológicos, educativos y de empleo.

Escuelas como santuarios: Transformar las escuelas en espacios seguros y atractivos, con capacidad para retener a los estudiantes y ofrecerles habilidades para la vida, más allá del currículum académico.

Oportunidades reales: Crear canales efectivos de educación técnica, deporte, cultura y empleo digno para los jóvenes.

Justicia restaurativa: Replantear el sistema de justicia para adolescentes, enfocándolo en la rehabilitación y la reinserción social genuina, no sólo en el castigo.

Combate a la corrupción: Fortalecer de manera urgente y transparente las instituciones policiales y de procuración de justicia, limpiándolas de vínculos con el crimen.

La infancia no es negociable. Protegerla es la inversión más crucial para la paz futura de México. Cada niño reclutado por el crimen es una derrota colectiva, una prueba de que hemos fallado como sociedad en brindar lo más básico: seguridad y esperanza. El nuevo gobierno, los legisladores, la sociedad civil y cada comunidad tienen la responsabilidad ineludible de diseñar y aplicar, de una vez por todas, las políticas que detengan esta sangría.

El tiempo se acaba, y con él, la infancia de miles. Actuar hoy no es una opción; es la última línea de defensa para salvar lo que queda de nuestro futuro.

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