ROBERTO BECERRA
En la penumbra de un país que se apaga, Nicolás Maduro enciende una chispa de controversia. La crisis energética de Venezuela, un thriller político que lleva años en cartelera, estrena su capítulo más audaz: reducir la jornada laboral pública a tres días por semana, 13.5 horas en total, para “ahorrar” energía. Es una maniobra que huele a desesperación, un régimen tambaleante que corta el suministro de su propia legitimidad. Pero, ¿puede un país sobrevivir a oscuras?
Desde 2009, Venezuela convive con apagones que han dejado de ser noticia para convertirse en rutina. La Central Hidroeléctrica Simón Bolívar, en Guri, provee el 70-80% de la electricidad nacional, pero sufre sequías, abandono y una gestión que expertos como José Aguilar Suárez, ingeniero eléctrico, califican de “criminalmente inepta”. En 2019, un apagón dejó al país en tinieblas por 140 horas, y en 2025, la ONG Activos por la Luz reporta 237 cortes en dos meses, un 85% más que en enero. Mientras, Maduro culpa al cambio climático y a “sabotajes” de la oposición, una narrativa que, según el opositor Juan Pablo Guanipa, “ni los chavistas más radicales creen”.
La medida, anunciada el 23 de marzo de 2025, afecta a ministerios, gobernaciones y hasta PDVSA (Petróleos de Venezuela), que recorta horarios administrativos sin tocar la producción petrolera. El régimen promete seis semanas de “emergencia climática”, pero el economista José Guerra advierte: “Esto no es ahorro, es un hachazo a la economía”. En 2024, el PIB creció un tímido 8.78%, según el Banco Central de Venezuela, pero Guerra prevé una “caída severa” en 2025, agravada por aranceles del 25% impuestos por Trump a países que compren petróleo venezolano. “Es el embargo más duro desde 1902”, sentencia el economista Carlos Rossi.
El sistema eléctrico opera al 20% de su capacidad, según la ONG Provea, y la infraestructura es un cementerio de promesas rotas. El Parque Eólico La Guajira, que debía generar 75 MW, produce apenas un tercio. La nacionalización de 2007, bajo Hugo Chávez, expulsó a empresas privadas como AES Corporation, dejando a Corpoelec, un mastodonte estatal, al mando de un sector en ruinas. “La corrupción devoró los recursos, y la sequía es sólo la excusa”, afirma un exingeniero de Corpoelec, quien pidió anonimato por temor a represalias. Mientras Caracas goza de luz, regiones como Zulia y Táchira enfrentan cortes de hasta ocho horas diarias.
Maduro, con su decreto de emergencia económica del 8 de abril, se otorga poderes absolutos, suspendiendo tributos y prometiendo “soluciones”. Pero los venezolanos, agotados, ven en esta medida un espejismo. “Es como apagar el ventilador para que no sientas el calor”, ironiza María Pérez, comerciante de Mérida. La inflación, que el Observatorio Venezolano de Finanzas calcula en 13% mensual, podría cerrar 2025 en tres dígitos. Y mientras el régimen señala al cielo, el pueblo paga con velas.
Conclusión: Maduro juega a apagar las luces para ocultar el colapso, pero la oscuridad sólo ilumina su fracaso. Cada corte de energía es un recordatorio de un régimen que sobrevive a costa de un país que se desvanece. En Venezuela, la luz no sólo se va: la están robando.
Moraleja: cuando un gobierno apaga las luces para ocultar su fracaso, sólo ilumina su inevitable caída.