Por KUKULKÁN
EN EL PAÍS donde cualquiera con un celular se siente corresponsal de guerra, el periodismo ha entrado en su etapa más gloriosa: la del espectáculo. Porque en estos tiempos de algoritmos y clics, ¿quién necesita pruebas cuando se puede tener escándalo? Y si de escándalos se trata, la periodista de renombre —y ahora de demandas— Anabel Hernández acaba de probar que incluso los laureles del Premio Nacional no alcanzan para cubrirse cuando la tinta que corre por sus páginas huele más a ficción que a veracidad.
EN UN CAPÍTULO que parece sacado de su propio libro, la justicia mexicana puso en evidencia que el oficio de informar no es, como muchos creen, un pase libre a la difamación. Resulta que un primer frente la señora Hernández y su casa editorial se metieron en un lío con su bestseller “Las señoras del narco”, al ilustrar sus teorías con una imagen ajena: la de Violeta Vizcarra, una ciudadana de a pie, que se topó con la amarga sorpresa de estar en las páginas interiores del libro sin que nadie le preguntara si quería participar en el circo.
DESDE luego la defensa de la editorial fue apelar a la libertad de expresión, el interés público… el clásico “todo se vale si vende”. Pero el Instituto Mexicano de la Producción Nacional (ese organismo que usualmente pasa de noche) les dijo que no, que la dignidad también se protege. Resultado: más de 500 mil pesos en multas y la posibilidad de que la afectada se embolse hasta el 40 % de las ventas netas del libro. Nada mal para quien no pidió estar en el elenco de esta tragicomedia jurídica.
PERO como en México no hay escándalo sin doble función, el Tribunal Colegiado de Apelación del XXVI Circuito, allá en La Paz, también se sumó a la fiesta. En una sentencia inapelable donde la contraparte fue Televisa, determinó que varios pasajes del libro no eran investigación, sino puro cuento. Como esas páginas donde se afirma que ciertas actrices de Televisa se prostituyeron con Arturo Beltrán Leyva. ¿Pruebas? Ninguna. ¿Testigos? Tampoco. ¿Responsabilidad editorial? Menos.
LA EDITORIAL Penguin Random House —que hasta ahora se había vendido como bastión de la literatura seria— deberá cumplir lo que dicta la ley: publicar la réplica de los afectados, disculparse públicamente, pagar otra multa y designar a un responsable que reciba futuras quejas. En otras palabras: tratar al libro como lo que es… un medio de comunicación con consecuencias legales. ¿Y la editorial qué responde? Que no, que el pleito sigue, que la sentencia no los obliga a disculparse. En resumen: se atrincheraron en su castillo de papel, mientras afuera la opinión pública les grita “¡Responsabilidad, señores!”. Pero claro, eso no da likes.
LO VERDADERAMENTE preocupante de todo esto no es que una periodista se equivoque —todos lo hacemos— sino que lo haga con la ligereza de quien sabe que el algoritmo siempre gana. Que detrás de las portadas brillantes y las entrevistas exclusivas, se esconde un modelo de negocio basado en el morbo, no en el dato. Y que cuando se les confronta, se parapetan en la libertad de expresión como escudo universal para todo, incluso para la mentira.
VIVIMOS tiempos oscuros para el periodismo. En el mundo de la viralidad, la veracidad importa menos que la velocidad. El rigor ha sido reemplazado por la ocurrencia. Y lo que antes era un oficio noble, hoy es la pista de un circo donde cada quien hace malabares con la ética. Anabel Hernández y Carlos Loret de Mola, cada uno a su estilo, son el ejemplo de cómo el periodismo de ficción va y viene de la televisión a las librerías. Montajes, relatos sin pruebas, uso indebido de imágenes… todo en nombre de una “investigación” que, más que revelar verdades, fabrica narrativas. La pregunta ya no es si el periodismo está secuestrado por las élites. La pregunta es: ¿quién se atreverá a salvarlo?