- Este domingo 30 de marzo comenzó un proceso inédito en la historia democrática del país.
FELIPE VILLA
CIUDAD DE MÉXICO.- Este domingo 30 de marzo comenzó un proceso inédito en la historia democrática del país: por primera vez, los mexicanos elegirán por voto directo a los jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial Federal. Son 3,422 aspirantes que compiten por 881 cargos. Pero entre tanta toga y perfil jurídico, el reto es otro: cómo hacerse notar cuando no pueden hacer campaña como cualquier otro candidato.
¿La solución? A cada aspirante se le asignó un número. Sí, como si se tratara de una carrera, por el número los conocerás. Nada de eslóganes ni jingles pegajosos. Tampoco carteles gigantes o caravanas con música a todo volumen. Cada candidato deberá promover su imagen usando únicamente sus redes sociales, o bien, participando en entrevistas o debates a los que sea invitado por medios de comunicación. Sin acceso a recursos públicos, sin mítines, sin encuestas pagadas. Sólo talento comunicativo, creatividad digital y una ética férrea.
Las reglas del juego son tan estrictas como el mismo código penal. Los candidatos tienen prohibido emitir opiniones políticas, no pueden favorecer ni criticar a partidos o personajes, ni participar en eventos partidistas. Además, deben abstenerse de usar cualquier recurso público o institucional para posicionarse. Si se equivocan, la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales contempla sanciones que van desde amonestaciones hasta responsabilidades administrativas graves.
En 60 días, deberán lograr lo que en otros procesos toma años: ser conocidos, recordados y votados. El INE estima que apenas entre el 8% y el 15% del padrón de 99 millones de mexicanos podría participar. Es decir, el mayor desafío no es el debate judicial, sino la indiferencia ciudadana.
En este escenario aparece nuevamente en el reflector el árbitro electoral mexicano, un protagonista que ha recorrido un largo y accidentado camino en los últimos cien años. Durante décadas, el control electoral estuvo en manos del Ejecutivo. Desde la promulgación de la Constitución en 1917 hasta 1990, los procesos electorales fueron organizados y vigilados por funcionarios del gobierno federal.
Fue en 1946 cuando se instauró la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, aunque seguía bajo dominio político. En 1973, se creó la Comisión Federal Electoral (CFE), con una participación más plural, pero sin autonomía real. La crisis electoral de 1988 marcó un parteaguas, dando pie al nacimiento del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990.
El verdadero cambio llegó en 1996, cuando una reforma histórica separó por completo al gobierno del órgano electoral, dando paso a una autoridad autónoma, técnica y ciudadana. A partir de 2014, el IFE se transformó en el Instituto Nacional Electoral (INE), con facultades nacionales y vigilancia del sistema político en todos los estados. A pesar de esa evolución institucional, el INE arrastra desafíos que no ha logrado resolver. La baja participación ciudadana ha sido constante. Incluso en elecciones presidenciales, como las de 1994, 2000, 2012 y 2018, la afluencia no ha superado el 77%, y en comicios intermedios, la apatía es aún mayor.
Estudios recientes apuntan a una desconfianza generalizada en los partidos y una desconexión emocional entre los votantes y sus representantes. Esa brecha se refleja nuevamente en esta elección judicial. Aunque el proceso marca un hecho insólito, no hay una estrategia sólida de comunicación desde el árbitro electoral para motivar al electorado.
Y mientras miles de aspirantes se preparan para explicar su experiencia jurídica en videos de 30 segundos, el INE enfrenta una nueva prueba: demostrar que no solo puede organizar elecciones limpias, sino también convocar a una participación activa, informada y masiva. La historia lo observa. Y ahora, con los números en mano, también lo hará el pueblo.