Por KUKULKÁN
HAY POLÍTICOS que pisan fuerte. Y luego está Elon Musk, que no pisa: irrumpe, arrolla y rompe, como elefante hiperactivo en una cristalería de porcelana fina… o al menos en lo que queda del gabinete de Donald Trump. A tres meses de haberse sentado en el trono del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), Musk ha demostrado que lo suyo no es la política, sino el caos con traje de gala.
DESDE su entrada estelar al gobierno, Musk ha hecho del despido una forma de arte: miles de empleados federales han sido mandados a casa con una eficiencia tan cruel que ni los algoritmos de X (antes Twitter) podrían igualar. ¿Programas de ayuda internacional? También a la basura. ¿Recortes al gasto público? ¡Oh sí! El DOGE se ha convertido en el chihuahua rabioso del presupuesto. Y lo más delicioso del caso es que estos tijeretazos han enfurecido hasta a los republicanos más conservadores. ¿Quién lo diría? Musk logró unir a demócratas y republicanos… en su contra.
COMO buen millonario venido a funcionario, Musk no podía limitarse a destruir desde el escritorio. No. Él necesitaba espectáculo. En una reunión de gabinete, se agarró con Marco Rubio, acusándolo de flojo por no despedir más gente. El momento fue tan surreal que hasta el mismísimo Trump –sí, el Trump– tuvo que pedirle que le bajara tres rayitas. Cuando Trump te dice que te calmes, sabes que estás al borde de la demencia funcional. Elon no se detuvo ahí. No, señor. También decidió exportar su talento incendiario a Europa, participando alegremente en eventos de partidos de extrema derecha, como si no tuviera suficientes problemas en casa. Su cercanía con Alternativa para Alemania (AfD) encendió las alarmas diplomáticas. Y es que si algo faltaba en la agenda internacional era Musk jugueteando con el neofascismo europeo. Todo muy “eficiente”.
MIENTRAS tanto, en Londres, activistas le dieron una clase magistral de protesta con estilo: destruyeron un Tesla Model S como performance artístico contra la desigualdad y el nuevo rostro del neoliberalismo disfrazado de genio visionario. El resultado fue tan viral como merecido. Los autos volaron en pedazos, pero el mensaje quedó entero: no todos están impresionados por la Matrix muskiana. Y si pensaban que su talento para el desastre terminaba en lo público, esperen a lo privado. En su eterna cruzada contra OpenAI, Musk ha sido acusado de acoso y sabotaje. Sí, el tipo que quiere llevarnos a Marte, aquí en la Tierra se dedica a pelearse como adolescente ardido con los nerds que no lo invitaron al club de ajedrez.
TAL VEZ el golpe más doloroso no vino de ningún gobierno, empresa o periodista, sino de su propia hija. Vivian Jenna Wilson no sólo cortó toda relación con su padre, sino que lo tildó de “patético” y “timador”. En público. Con nombre y apellido. En un país donde la familia se presume como medalla, Musk carga hoy con la condecoración del repudio filial. Y eso sí que duele más que las caídas en Wall Street. ¿El futuro? Musk ha anunciado que dejará el DOGE para regresar a lo suyo: sus empresas, sus cohetes, sus sueños de colonizar planetas (y, quién sabe, tal vez encontrar uno donde no lo detesten). Los mercados, por supuesto, aplaudieron.
TESLA se disparó. Porque hasta los inversionistas saben que un Musk menos en el gobierno es un Musk menos metiendo la pata donde no le llaman. Pero que nadie cante victoria. El elefante se va de la cristalería, sí. Aunque deja detrás un campo minado de vidrios rotos, egos heridos, y un gabinete que aún intenta entender qué demonios pasó. Y lo más inquietante de todo: nadie garantiza que no regrese. Si algo ha demostrado Elon Musk es que, cuando se trata de hacer ruido, romper cosas y salir en los titulares, no hay jaula que lo contenga.