POR KUKULKAN
HAY obsesiones que no se curan ni con cambio de calendario, ni con misa dominical, ni con suspiros al cielo. Para el bloque conservador mexicano —ese que se emociona más con un mal dato económico que con un gol de la Selección— uno de sus anhelos más profundos es ver al peso mexicano caer, desmoronarse, tambalearse, arrastrarse… lo que sea, mientras la narrativa permita decir: “¿Ya ven? La 4T tenía que fracasar”.
PERO NO. El “superpeso”, ese fenómeno que les causa gastritis informativa, no sólo se negó a obedecer sus deseos, sino que encima tuvo el descaro de apreciarse. ¡Apreciarse! Como si no supiera que con cada centavo ganado frente al dólar se provoca un pequeño incendio emocional en las filas opositoras. Las predicciones apocalípticas de analistas “serios”, opinadores “profesionales” y políticos “de trayectoria” —todos entre comillas, porque el título no garantiza la lucidez— advertían que el país se hundiría apenas llegara la 4T.
NO PASARON ni seis meses y ya presagiaban una debacle monetaria. Sin embargo, contra toda profecía del desastre, el peso no sólo aguantó: dio pelea, se fortaleció, y llegó incluso a niveles que no veíamos desde hacía años. Y aquí es donde la memoria histórica se vuelve indispensable. Antes de que empiecen a retorcerse de coraje, conviene recordar algo: el peso mexicano siempre ha sido un sobreviviente, pero bajo los gobiernos neoliberales se convirtió más bien en víctima permanente de fin de sexenio.
DEVALUACIÓN tras devaluación, ajuste tras ajuste, crisis tras crisis… era casi un ritual: nuevo presidente, nuevo golpe al peso. Y lo decían con naturalidad, como quien habla de la entrada del invierno: “ni modo, tocó devaluación”. Los años 90 fueron un recordatorio claro. El tipo de cambio pasó de 3 pesos por dólar a cifras que hicieron historia, especialmente después del famoso “error de diciembre”.
LUEGO llegaría el periodo de “estabilidad” —que sólo era estabilidad cuando les convenía mencionarla—, con el dólar rondando los 9, 10, 11 pesos, hasta que la realidad alcanzó al país otra vez. De 2014 a 2016 el peso bailó al ritmo de los mercados globales y las malas decisiones internas, disparándose de 14 a más de 20 pesos por dólar.
Y CADA sexenio lo mismo:
Salinas terminó con crisis.
Zedillo empezó con crisis.
Fox heredó la narrativa de que “todo está estable”, aunque no pudiera presumir mucho más.
Calderón arrancó con un peso relativamente fuerte y lo entregó debilitado. Peña recibió un tipo de cambio todavía moderado y lo entregó en más de 19 pesos.
Es decir: devaluación sexenal como tradición nacional.
Un México acostumbrado a que su moneda terminara siempre perdiendo.
PERO llegó la 4T, y aunque muchos cruzaron los dedos para que se repitiera la historia —porque sin crisis no hay discurso—, la moneda mexicana hizo lo inesperado: resistió. Y después, lo imperdonable: se fortaleció. Claro, no estamos hablando de una “edad dorada” ni de regresar a los 3 pesos por dólar como en 1990. Eso sería absurdo. Lo que sí ocurrió es que la tendencia histórica —esa que decía que siempre íbamos para abajo— por fin dejó de cumplirse como destino manifiesto.
Y ESO, para quienes viven de afirmar que “México está peor que nunca”, resulta intolerable. El peso se apreció no por magia, sino por una mezcla de factores: condiciones internacionales, un dólar debilitado, confianza en ciertos indicadores internos, disciplina monetaria y el robusto papel del Banco de México. Nada de eso le cuadra a la oposición, porque para ellos es más fácil vender tragedia que explicar contextos.
Y AQUÍ estamos: con un peso que, entre altibajos, se mantiene fuerte. Con un dólar que se ha quedado lejos de los 24–25 pesos que algunos juraron que sería la “nueva normalidad” con la 4T. Y con una oposición que, cada vez que el peso se aprecia, pierde una de sus batallas narrativas favoritas. La ironía es deliciosa: quieren tanto que al gobierno le vaya mal, que no soportan cuando a México le va bien.
