POR KUKULKAN
SI ALGUIEN buscaba pruebas de que la creatividad mexicana no conoce límites, no tiene que ir muy lejos: basta con revisar las leyes de ingresos de algunos municipios del país. Y es que en el zoológico normativo que exhibieron municipios del norte y del sur ante la Suprema Corte, quedó claro que la imaginación regulatoria de ciertos ayuntamientos es más fértil que sus propios presupuestos.
QUEDA también clara esa vieja máxima política: cuando falta dinero, sobran ocurrencias. El Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tuvo que intervenir —otra vez— como adulto responsable, revisando reglamentos que parecían producto de una reunión entre policía municipal y guionista de comedia surrealista.
EL RESULTADO: una colección de sanciones tan ambiguas, tan discriminatorias y tan ridículas, que sólo faltó multar por “respirar demasiado fuerte” o “mirar feo a la autoridad”. Y no es exageración: si hubieran podido, lo habrían puesto.
EMPECEMOS con una joya del municipio de Durango, Durango. Ahí, en un arranque de sobreprotección disfrazada de fiscalización creativa, decidieron que vender alcohol a una persona con discapacidad debía ser sancionado. Y sancionado en serio. ¿La lógica? Alguna mezcla entre paternalismo, ignorancia y ese impulso irrefrenable de algunos gobiernos locales de decirle a la ciudadanía cómo vivir… y de paso cobrarles por ello.
LA CORTE, claro, no cayó en el juego: calificó la norma como discriminatoria y basada en prejuicios. Era un “no” rotundo al estereotipo de que las personas con discapacidad no pueden tomar decisiones autónomas. También era un “no” a los funcionarios que creen que la dignidad humana es opcional.
PERO la creatividad duranguense no estaba sola. En Oaxaca, tres municipios hicieron equipo para demostrar que cuando se trata de inventar infracciones, la frontera entre el reglamento y la ficción es cada vez más delgada. San Juan Bautista Valle Nacional, San Lorenzo Cuaunecuiltitla y Yaxe se lucieron con un catálogo de faltas digno de un manual de conducta de 1950: pintar imágenes “que ofendan la moral”, fijar leyendas “impropias”, escandalizar en la vía pública o, peor aún, ofender a la comunidad.
CADA quien que adivine qué significa eso, porque los ayuntamientos no lo explicaron. ¿Qué es escandalizar? ¿Qué es ofender? ¿Qué moral se debe respetar? La respuesta municipal parecía ser: “la que diga el policía en turno”. Estos reglamentos abrían la puerta a sanciones donde la subjetividad era reina y señora. Era, básicamente, un sistema donde la autoridad podía castigar lo que quisiera, cuando quisiera y a quien quisiera. ¿Una forma de garantizar la convivencia? Ja.
MÁS BIEN una forma de garantizar ingresos frescos bajo el disfraz de orden público. Una maravilla: un impuesto camuflado de “mal comportamiento”. Y cuando uno piensa que ya lo vio todo, llega otra genialidad normativa: en ciertas comunidades oaxaqueñas, cualquier persona que “visitara” el municipio debía registrarse previamente. ¿Cuándo empieza una visita? ¿Cuándo se pisa la banqueta? ¿Cuando se compra una tortilla? ¿Cuando se pasa en bicicleta? Los reglamentos no lo decían, pero eso sí, la sanción estaba lista.
INCLUSIVE los propios habitantes podían ser considerados “visitantes” si a la autoridad se le ocurría. Un verdadero modelo de turismo forzado… con multa incluida. El colofón vino con las sanciones por no usar cubrebocas. No porque la medida fuera absurda en sí —no lo es—, sino porque la norma municipal estaba tan mal escrita que ni ellos sabían cuándo aplicarla. Era otra regulación improvisada, otro intento de llenar las arcas apelando al miedo sanitario.
DESPUÉS de revisar este muestrario de inventos administrativos dignos de antología, la Suprema Corte hizo lo único sensato: tirarlos a la basura. Con ello, mandó un mensaje que, ojalá, algunos funcionarios municipales decidan leer entre líneas: gobernar no es improvisar reglas ni disfrazar cobros con pretextos morales. Regular no significa inventar infracciones como si fueran promociones de temporada.
LOS MUNICIPIOS tienen facultades, sí, pero no carta blanca para legislar al capricho ni para convertir la vida cotidiana en una pista de obstáculos administrativos. La Corte simplemente recordó lo obvio: que la ley debe ser clara, que las sanciones no deben cimentarse en ocurrencias y que los derechos humanos no son una opción del menú. Lástima que algunos ayuntamientos necesiten que se los repitan… y que la Corte tenga que hacerlo con manzanitas.




