POR KUKULKAN
QUIÉN diría que una corona de Miss Universo —esa pieza brillante que usualmente sólo provoca lágrimas, aplausos y discursos acaramelados— terminaría convertida en el detonador de bilis internacional y en el nuevo medidor oficial de envidia nacional. Al menos así ocurrió tras el triunfo de Fátima Bosch, la mexicana que no sólo ganó el certamen, sino que lo hizo rompiendo el guion perfecto que tanto aman las organizaciones de belleza: sonreír, asentir y aguantar.
PERO NO, Bosch decidió que no iba a ser la muñeca decorativa que algunos desearían. Cuando uno de los organizadores tuvo el mal tino de llamarla dummy —como si la humillación pública fuera parte del reglamento—, la tabasqueña no solo alzó la voz; dio una cátedra improvisada de dignidad. Y ahí fue cuando a más de uno se le atragantaron los reflectores.
AL PARECER el mundo entero puede digerir una reina bonita, educada y sonriente, pero una reina que contesta… ah, esa ya es indigestión. Y qué decir del sarcasmo con el que cierta prensa internacional trató el asunto: “controversial”, “tenso”, “incómodo”.
PALABRAS tibias todas ellas para evitar escribir lo evidente: que el insulto vino de donde menos debía y que la respuesta, firme y sin lloriqueos, puso en evidencia una estructura que todavía piensa que las participantes deben ser un mero adorno, no voz.
PERO el escándalo global quedó chico frente al berrinche local. Porque en el siempre creativo ecosistema mexicano, hubo quien se apresuró a criticar el triunfo de Bosch… no por su desempeño, ni por la forma en que se llevó las rondas, ni siquiera por las preguntas. No. El pecado mortal fue ser de Tabasco, el estado que carga el estigma de ser la cuna del presidente López Obrador.
Y COMO si el acta de nacimiento fuera un manifiesto político, un pequeño ejército de opinadores de WhatsApp decidió que Bosch ganó, casi casi, por “influencia tabasqueña”, como si el jurado internacional estuviera compuesto por una secta secreta de fanáticos de la 4T.
LA NARRATIVA de los inconformes en las redes narrativa rayó en lo ridículo: que si “la acomodaron”, que si “AMLO metió mano”, que si “todo es un complot”. Sorprende que no hayan dicho que la corona fue fabricada en Dos Bocas. Qué pérdida de oportunidad.
LO IRÓNICO es que los mismos que repiten hasta el cansancio que “la meritocracia debe reinar” fueron los primeros en inventar teorías dignas de un foro de conspiración. Bastó que la ganadora proviniera del estado equivocado para que claudicaran todos sus discursos de excelencia y esfuerzo.
LO DICHO: México es un país donde la gente exige objetividad… siempre y cuando gane la persona correcta. Y mientras tanto, la propia Bosch, lejos del drama, se dedicó a agradecer, sonreír y recordar que su paso por el concurso —y su defensa pública— no fue un berrinche sino un llamado a que estos certámenes deben aspirar a algo más que medir cinturas y perfeccionar sonrisas congeladas. Que la belleza sin voz ya no alcanza.
PEQUEÑO detalle que, por supuesto, tampoco gustó a algunos sectores internacionales, acostumbrados a reinas diplomáticas que no levantan olas. Está claro que, si algo incomoda más que una mujer hermosa, es una mujer hermosa que piensa. Y peor aún: que no permite ser humillada en vivo. ¿Qué será lo próximo? ¿Concursos donde las participantes hablen de derechos y dignidad? ¡Qué atrevimiento!
AL FINAL, entre abucheos en el extranjero, silencios sospechosos en el escenario y gruñidos locales, la pregunta se impone sola: ¿Qué molesta más: que una mexicana ganara Miss Universo, que haya exhibido a quien intentó rebajarla, o que su origen tabasqueño sea ahora orgullo internacional mientras algunos siguen masticando resentimiento?
LO CIERTO es que la corona ya está puesta. Y para quienes siguen atragantados, quizá sea momento de aceptar que la nueva Miss Universo no sólo venció en la pasarela… también dejó en evidencia a quienes no soportan ver dignidad donde esperaban docilidad.




