Por KUKULKÁN
HAY ángeles que bajan del cielo para salvar almas; otros, más terrenales, descienden al SAT para salvar fortunas. Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena no tiene alas, pero cuando fue director del Servicio de Administración Tributaria entre 2008 y 2012, desplegó un manto de clemencia fiscal que hizo temblar hasta al mismísimo SATán de la recaudación. Con un movimiento de pluma digno de un prestidigitador de Harvard, desapareció —de un plumazo contable, claro está— la módica cantidad de 392 mil millones de pesos en impuestos y créditos fiscales.
EL ARGUMENTO oficial fue elegante: no era una condonación, sino una reconfiguración contable. Porque decir que se “cancelaron créditos fiscales” suena menos escandaloso que gritar: “¡Exención para los de arriba!”. Y así, mientras usted y yo sudábamos con cada declaración anual, empresas como Textiles Sanfor, Astillero Monarca o la extinta Allegro —que ya no vuela, pero sí aterrizó suavecito en Hacienda—, celebraban en silencio su fiesta fiscal.
CUALQUIER mortal pensaría que una medida de este calibre se haría para apoyar a pequeñas empresas o para estimular sectores estratégicos. Pero no. Los elegidos fueron los de siempre: los grandes, los conectados, los de alto perfil corporativo. Esos mismos a quienes luego se les tiene que pedir, por favor y con alfombra roja, que paguen aunque sea el IVA. Y no se trata de resentimientos. Se trata de números, de justicia fiscal y de credibilidad institucional.
¿CÓMO confiar en un sistema que regala más de lo que recauda a quienes menos lo necesitan? ¿Cómo explicar que una aerolínea quebrada como TAESA —cuya reputación se estrelló junto con sus aviones—, mereciera una cancelación multimillonaria? ¿Qué hizo tan bien Allegro, además de desaparecer sin pagar la cuenta, para recibir semejante trato fiscal? Lo que sorprende no es la magnitud del regalo, sino la frialdad con la que se justificó: “era necesario para limpiar los libros”. ¡Ah, bueno! Si el SAT fuera una casa de empeño, todavía se entendería. Pero estamos hablando de los recursos públicos, del dinero que debería haberse destinado a hospitales, escuelas, infraestructura… y terminó en la trituradora de la “cancelación administrativa”.
HOY, desde su asiento en la Suprema Corte de Justicia de la Nación —al menos hasta agosto de este año—, el ministro Gutiérrez Ortiz Mena defiende los derechos humanos, promueve el enfoque de género y blande la Constitución con espíritu progresista. Admirable, sin duda. Pero no deja de ser incómodo que el mismo hombre que ayudó a liberar a empresas del yugo fiscal ahora tenga voz y voto sobre casos donde esos mismos intereses podrían estar en juego.
¿CONFLICTOS de interés? No se ha probado. ¿Inmoralidad institucional? A juicio de cada quien. Lo que es innegable es que, en el México de hoy, la memoria fiscal es selectiva, pero el olvido tiene precio… y se paga caro. Por eso, cuando la presidenta Sheinbaum insinúa —sin decir nombres— que un ministro promovió devoluciones fiscales que lo comprometen, la puntería no necesita más dirección: todos los caminos llevan a Alfredo. Él calla. Ha dicho que se va de la Corte porque no se considera apto para participar en elecciones de jueces. Tal vez es cierto. O tal vez prefiere irse antes de que los reflectores de la historia iluminen más de lo necesario. Después de todo, el ángel de la condonación también tiene derecho al retiro.