Sierra de Guerrero: el narco va por las tierras

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Zósimo Camacho

El narcotráfico, con distintas denominaciones, quiere adjudicarse desde hace 30 años los montes de la Sierra de Guerrero, particularmente los comprendidos en los municipios de Petatlán y Coyuca de Catalán, bosques tropicales ricos en maderas preciosas y fértiles como pocos para las huertas de aguacate, manzana, durazno, pera y otras frutas. Además, pretende consolidar, sin obstáculos, rutas de trasiego de drogas, personas, armas y, por supuesto, madera. Le estorban las comunidades.

Los poderosos grupos criminales –antes Los Beltrán Leyva, Los Zetas, el Cártel de Sinaloa y hoy La Familia Michoacana y el Cártel Jalisco Nueva Generación– han desatado el terror contra las valientes comunidades que les resisten. En muchas ocasiones, los desalmados tropeles de sicarios han contado con la complicidad –tanto por omisión como por comisión– de autoridades de los tres niveles de gobierno. Se cuentan por decenas los campesinos asesinados y por cientos los desplazados.

Las comunidades han generado diversos mecanismos de defensa, siempre pacíficos, y en algunos momentos, escasos realmente, contaron con la solidaridad del movimiento revolucionario armado, otrora presente en la zona.

A finales de la década de 1990, la región alcanzó relevancia mundial por la lucha de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán. La represión del Ejército, entonces coludido con el narcotráfico, se cebó en los campesinos Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera. Las torturas y el injusto encarcelamiento contra los activistas llevaron al Estado Mexicano al banquillo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y, más aún, al de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Coidh).

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Sin embargo, las andanadas no cesaron. Se agudizaron durante el sexenio de Felipe Calderón. Pueblos quemados, mujeres violadas, hombres “fusilados” y niños secuestrados son crímenes recurrentes en la región. La recorrí en pleno calderonismo y atestigüé el terror que los grupos armados generaban entre las comunidades. Desde entonces, resistían heroicamente los ejidos Río Frío de los Frenos y Carrizal, del municipio de Coyuca de Catalán, y Balcón de la Bandera y Soledad de la Palma, del de Petatlán. Dos de mis recorridos concluyeron en Puerto Las Ollas, un pequeño poblado parte del ejido de Río Frío.

Como entonces, hoy Puerto Las Ollas resiste la andanada de grupos criminales. Ahora de La Familia Michoacana. La comunidad, cercada, emite un grito desesperado de auxilio que no puede ser ignorado. Comunidades enteras están siendo sometidas por la violencia del crimen organizado, privadas de alimentos, atención médica, educación y de la posibilidad de transitar libremente. Esta situación sólo viola los derechos humanos más básicos y evidencia el fracaso del Estado en garantizar la seguridad y el bienestar de las poblaciones.

Un panorama desolador

Desde abril pasado, Río Frío de los Frenos, Carrizal, Balcón de la Bandera y Soledad de la Palma enfrentan un bloqueo sistemático de víveres por parte de la delincuencia. Los proveedores son detenidos, el comercio está paralizado y el desabasto de alimentos es una realidad cotidiana. Niñas, niños y personas mayores sufren enfermedades sin acceso a hospitales, mientras que los profesores, por miedo, han dejado de asistir a las escuelas, con lo que se trunca el derecho a la educación de decenas de menores. Además, más de veinte familias han sido desplazadas a la fuerza, perdiendo propiedades, tierras y ganado, fruto de años de trabajo. Este escenario de crisis humanitaria es también una afrenta a la dignidad de quienes habitan estas tierras.

El Ejército Mexicano y la Guardia Nacional llegaron luego de que en redes sociales circularan las imágenes de las agresiones de hombres armados contra una comunidad inerme, Puerto las Ollas. La pregunta es inevitable: ¿dónde estaba el Estado? ¿Por qué las voces de estos pobladores no fueron escuchadas por los tres niveles de gobierno antes de llegar a este punto de desesperación?

El destacamento de las Fuerzas Federales ha disuadido las incursiones de los narcotraficantes a las comunidades; pero no han salido de la región. Los pobladores no pueden bajar a las cabeceras municipales para abastecerse de víveres. Incluso las Tiendas del Bienestar, instaladas como tiendas Liconsa apenas el sexenio pasado, están vacías.

Antes del ingreso de los militares, los grupos de la Familia Michoacana secuestraron dos niños. Uno el sábado 7 y otro el lunes 9 de junio. Los liberaron bajo la condición de que ellos junto con sus familias abandonaran la zona, lo cual hicieron.

“Seguimos en lo mismo, de defensa del monte”, explica Saúl García García, presidente del Consejo de Vigilancia del ejido Río Frío de los Fresnos y habitante de Puerto Las Ollas. Explica que durante el sexenio pasado tres núcleos ejidales ingresaron voluntariamente 25 mil hectáreas como zonas de conservación.

“Los delincuentes nos dicen que nos vayamos; que el que no quiera problemas, que puede irse dejando todo atrás”, lamenta. Por el contrario, las comunidades resisten y piden que regresen las brigadas médicas, pues “llevamos un mes sufriendo con enfermedades, gripas, diarreas, calenturas”. Y los niños están sin clases. Médicos, enfermeras y maestros huyeron de la zona cuando llegaron los narcotraficantes.

Mediante un documento dirigido a la presidenta de la República, los ejidatarios presentan peticiones concretas y urgentes. Entre ellas, destaca la solicitud de un destacamento de la Guardia Nacional y el Ejército en Puerto de las Ollas, así como la garantía de acceso a alimentos y servicios básicos. También exigen la ampliación de la red de comunicaciones y la instalación de infraestructura eléctrica, servicios indispensables para el desarrollo y la seguridad de cualquier comunidad. Estas peticiones no son caprichosas; son medidas mínimas para recuperar la paz y la normalidad.

Es imperativo que la Presidencia de la República, la Secretaría de Gobernación, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, así como las autoridades estatales y municipales, actúen de inmediato. La Federación, el estado de Guerrero y los municipios involucrados deben coordinar esfuerzos para restablecer la seguridad, garantizar el acceso a alimentos y servicios médicos, y proteger a las familias desplazadas. Además, es crucial investigar y castigar a los responsables de estas violaciones, para evitar que la impunidad siga siendo la norma.

El documento de los ejidatarios de Guerrero es un recordatorio doloroso de que, en pleno siglo XXI, hay comunidades que viven bajo el yugo de la violencia y el abandono. Su lucha no es sólo por supervivencia, sino por justicia y dignidad. Como sociedad, no podemos permitir que su voz caiga en el vacío.

Es momento de exigir acciones concretas y resultados tangibles. La seguridad y el bienestar de estas comunidades no son negociables. El pillaje de la propiedad social y la destrucción de la naturaleza van de la mano. Los grupos criminales actúan en favor de la acumulación de capital. Los rostros de los beneficiarios de este despojo no se ven por el momento. Los narcos primero “limpian” el terreno y luego vienen los señores de los negocios.

El tiempo de solidarizarse con las comunidades de la sierra de Guerrero. Mañana podría ser demasiado tarde.

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