La militarización de los cárteles y la guerra invisible

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José Réyez

México enfrenta una paradoja: mientras el gobierno despliega fuerzas federales para combatir el crimen organizado, los cárteles han adoptado tácticas y armamento de grado militar, transformando su violencia en una suerte de insurgencia criminal.

Según analistas como Robert J. Bunker y John P. Sullivan, fundadores del Small Wars Journal-El Centro, esta evolución táctica responde a una competencia feroz por el control territorial, mercados ilícitos y supervivencia. El resultado es un conflicto que ya no se limita a enfrentamientos callejeros, sino que incluye estrategias de guerra moderna.

Los cárteles han diversificado su arsenal con equipos que rivalizan con los de ejércitos regulares. Destacan: Rifles de alto calibre Barrett .50, fusiles AR-15 y AK-47 modificados para fuego automático, vehículos blindados improvisados (IAFV), conocidos como “narcotanques”, son adaptaciones de camionetas o camiones con placas de acero y armas montadas; drones armados, utilizados para vigilancia y ataques precisos, artefactos explosivos improvisados y granadas propulsadas por cohetes (GPC), similares a los usados en conflictos asimétricos como el de Medio Oriente.

En regiones como Michoacán, Guanajuato y Tamaulipas, los cárteles emplean estrategias que recuerdan a guerras convencionales: Narcobloqueos: Barricadas con vehículos incendiados para frenar el avance de fuerzas de seguridad, Trincheras anti-narcotanques, excavadas por grupos rivales o autodefensas para inmovilizar los blindados del CJNG: emboscadas con IAFV: Como el caso de Culiacán (2019), donde el Cártel de Sinaloa usó narcotanques para rescatar a Ovidio Guzmán.

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Estas tácticas, aunque efectivas a corto plazo, carecen de impacto estratégico duradero. Su objetivo principal es desmoralizar al enemigo y ganar control momentáneo.

La división de grupos como Los Zetas (2010) o el Cartel del Golfo (2015) ha generado una espiral de violencia e innovación. Los nuevos grupos heredan tácticas probadas, pero también experimentan con métodos brutales para imponerse: Minas antipersona, reportadas en Tamaulipas en 2018, Búnkeres subterráneos, usados por Los Escorpiones (Cartel del Golfo) cerca de Reynosa, y decapitaciones y narcomantas como herramientas de terror.

La fragmentación también facilita la adopción de tecnologías emergentes. Por ejemplo, el CJNG explora el microtráfico de fentanilo y el uso de drones para transportar drogas o ataques.

Mientras los cárteles se militarizan, las fuerzas federales mexicanas intentan ajustar sus estrategias: Guardia Nacional, creada en 2019 para centralizar la lucha contra el crimen; operaciones conjuntas: Ejército y Marina realizan incursiones en zonas calientes como Jalisco y Michoacán.

Sin embargo, la corrupción y la cooptación de policías locales siguen siendo obstáculos. Además, la falta de coordinación entre niveles de gobierno permite a los cárteles explotar vacíos operativos.

Los cárteles no sólo combaten con armas, sino también con imágenes. El CJNG, por ejemplo, utiliza videos propagandísticos, miembros con uniformes tácticos y rostros descubiertos, mostrando impunidad, acciones de “beneficencia”: Entrega de despensas buscando legitimidad social: narcomensajes: Cuerpos mutilados con amenazas para intimidar a rivales y autoridades.

Estas estrategias buscan proyectar poderío y control psicológico, aunque su efectividad varía según la audiencia.

La militarización de los cárteles refleja una guerra adaptativa donde la innovación táctica y la brutalidad son moneda corriente. Mientras el gobierno lucha por coordinar respuestas efectivas, los grupos criminales aprovechan la fragmentación, la tecnología y la impunidad para consolidar su poder.

Expertos advierten que, sin abordar raíces como la corrupción sistémica y la demanda internacional de drogas, este conflicto podría escalar hacia una “narcoinsurgencia” crónica, donde la línea entre crimen organizado y guerra civil se desdibuje aún más.

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