La niña sin papeles que obligó a la Corte a mirar más allá del contrato

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  • Desenreda Suprema Corte conflicto por niña producto de una reproducción asistida, a la que en Tabasco se le negó su acta de nacimiento porque su gestación no se ajustó a los requisitos de ley
FELIPE VILLA

CIUDAD DE MÉXICO.- Todo comenzó con una niña que no tenía acta de nacimiento. No por abandono, no por descuido. No porque sus padres no la quisieran. Sino porque había nacido de un contrato que, para la ley, no existía. Un acuerdo privado, fuera de notaría, sin validación judicial, pero con una realidad que nadie podía negar: ella estaba aquí.

La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se encontró ante un dilema que no cabía en códigos ni reglamentos: ¿qué hacer con una vida que nació entre líneas legales, pero fuera del marco normativo? La niña, hija intencional de una pareja y gestada por una mujer en Tabasco, fue el centro de un caso que sacó a flote todas las tensiones entre derecho, biología, intención y humanidad.

No era solo un asunto de filiación. Era una historia donde la Corte debía decidir si los errores formales de los adultos podían dejar a una niña sin nombre, sin padres reconocidos, sin historia oficial. Y lo hizo bajo una consigna: el interés superior de la infancia, ese principio que obliga a ver más allá de las formalidades para atender la verdad de la vida.

La historia comienza en Tabasco. Una pareja de la Ciudad de México firmó un acuerdo con una mujer para que gestara a su hija. Solo él aportó el material genético. Tras el nacimiento, quisieron registrarla como suya. Pero el Registro Civil del estado dijo no. ¿La razón? El contrato no cumplía los requisitos legales: no fue ante notario, ni ante juez. En papel, no existía.

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Pero la realidad es tozuda. La niña nació. La mujer la gestó. La pareja la esperaba. La jueza de distrito, sensible a esto, otorgó un amparo para que pudiera registrarse con los apellidos de ambos padres intencionales. La Directora del Registro Civil de Tabasco impugnó. Decía que sin contrato válido, no había cómo justificar ese registro.

La Primera Sala de la Corte decidió atraer el caso. Y lo que se discutió ahí no fue solo un tecnicismo legal. Fue la vida. La dignidad. El derecho a tener un nombre. A no ser discriminada. A saber de dónde se viene. A que nadie se aproveche de tu cuerpo o tu vulnerabilidad.

Los ministros fueron claros. Sí, el contrato es inexistente conforme a la ley. Pero sus efectos existen. La niña está aquí. La mujer gestante también. Y el Estado no puede voltear la cara solo porque no se llenaron los papeles correctos.

Lo que dijeron, en esencia, fue que un contrato puede fallar, pero los derechos no deben hacerlo. La Corte no validó la gestación por contrato que se firmó, pero sí reconoció la necesidad de proteger a quienes estuvieron envueltos en él, por más desequilibrado que fuera.

Bajo este panorama, la Primera Sala descubrió que el contrato era injusto. No protegía a la mujer que gestó. No le dio opción real. No respetó su salud, su capacidad de decidir. Tampoco salvaguardó el derecho de la niña a su identidad, a su origen, a no ser tratada como un objeto negociado.

La Corte ordenó que se registre a la niña con el apellido del padre, y que se añada una nota marginal que indique que eso se hace por mandato judicial. Luego, con apoyo de la Defensoría Pública, la mujer gestante será informada de lo que ocurrió, de sus derechos, de que puede exigir una reparación por haber sido explotada.

Y cuando todo eso se haga, esa anotación marginal desaparecerá. Porque la niña tendrá finalmente su identidad reconocida sin condiciones. También instruyeron a la Procuraduría de Protección de la CDMX a diseñar un plan para ella. Un plan que incluso podría derivar en la adopción por parte de la madre intencional. Pero con garantías, con procesos legales, con transparencia.

Los que permanecían atentos escuchando la resolución, seguro entendieron algo más profundo. No se trata solo de leyes. Se trata de justicia. De ver más allá del contrato, del papel, del tecnicismo. Se trata de reconocer que la vida ocurre incluso cuando la ley no la prevé. Y que entonces, el deber del Estado no es castigar la informalidad, sino proteger la humanidad.

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